Es la guerra de nervios la que ya estalló en Europa, si no lo ha hecho ya la de fuego real a estas horas. Hay una guerra evidente declarada de antemano en el Donbás, donde dieron inicio incursiones bélicas de tanteo antes de lo que Boris Johnson predice como la mayor guerra en Europa desde 1945. El reconocimiento ruso ayer de las regiones separatistas del este de Ucrania es casi la espoleta de la guerra final.
Parece extraño, no podemos creernos que aun con la pandemia en activo nos sobrevenga una guerra mundial en ciernes, con armas destructivas que añadan más muertos a la masacre del virus. Una guerra que se monta y cobra cuerpo a cámara lenta, como retransmitida en directo en un espacio virtual. ¿Puede este planeta soportar una III Guerra Mundial como si tal cosa en la debacle que venimos arrastrando desde 2008 con la Gran Recesión y los posteriores declives sanitarios y económicos? Indudablemente, no; es un panorama inédito en la historia, que pone a prueba las reservas de resistencia de un mundo que convalece de un mal que se vuelve crónico. Un mundo en crisis hace ya más de una década, como una guerra sorda sostenida en el tiempo de un modo permanente, un continuo estado de descomposición, ese fuego fatuo de lo putrefacto. Y ahora, encima, aparece esta guerra como el capítulo siguiente y acaso no el último de tantas desgracias concatenadas.
Solo un hito de paz puede salvar al mundo en el último momento, cuando estas ya son horas in extremis. Macron asume la condición de líder espontáneo de Europa y ejerce un esfuerzo mediador al límite del tiempo para una cumbre Biden-Putin y un último turno de las palabras antes de que hablen las armas. Es encomiable el papel de El Elíseo entre la Casa Blanca y el Kremlin. Merkel -la gran ausente forzosa- hubiera hecho lo mismo. En la galería de protagonistas que aparecen en escena debemos añadir al español Borrell, jefe de la diplomacia comunitaria, que pide inventar un formato urgente de negociación para evitar la guerra. Una vacuna para la invasión rusa de Ucrania en tiempo récord, como se le pidió a la ciencia para la COVID. Y están Blinken y Lavrov, los responsables de Exteriores de USA y Rusia. Y Stoltenberg (Otan), Scholz (Alemania), Zelenski (Ucrania) y el bielorruso Lukashenko, mamporrero de Putin, que podría atacar Kiev en su nombre. Tengo la sospecha de que Putin hace esta guerra, si la hace, espoleado por la rabieta de que Biden lo llamara “asesino” en un renuncio durante una entrevista en la cadena ABC. Los líderes no son de hierro y sus nervios tampoco, reaccionan a veces como matones de barrio. Quizá este es el caso.
En la Conferencia de Seguridad de Múnich, este fin de semana, se dijo que 30 años después de la guerra fría, se pretende por parte de Rusia, con China en la sombra, redefinir los fundamentos del orden multilateral vigente. Seamos conscientes, en mitad de la bulla doméstica española, del momento que vivimos. Estamos al borde de una guerra mundial. Sea una guerra de falsa bandera, un golpe de Estado, una guerra civil, un atentado, una invasión montaraz y cruenta, un conflicto nuclear o una ciberguerra fantasmal, dure horas, meses o años y tenga el volumen de muertos que tenga, solo un mundo completamente fuera de sí haría caso al hígado y no a la cabeza. Porque esta sería una guerra suicida, el peor videojuego. Que la gane Macron por teléfono, como hacía Gila, que llame una y mil veces a Putin, con el ADN a salvo y que en ese metaverso logre sentar al ruso y al yanqui a una mesa de cuatro metros y que nos ahorren este derramamiento de miedo preventivo tan atroz.