Vivimos una anormalidad que se ha hecho normal, por lo repetida. Mueren en Canarias, nuestro entorno más próximo, ocho o nueve personas al día, víctimas del covid-19 y de sus variantes. Y enferman de ómicron unas mil personas diarias, se dan de alta otras tantas, se colapsan a medias los hospitales, se enferman los sanitarios, se producen brotes familiares y sociales. Todo parece normal, pero al mismo tiempo no lo es. La pandemia se resiste a desaparecer y aún se anuncia otra ola, si bien más leve, y nuevas vacunas y píldoras para evitar o curar la enfermedad. Pero lo más terrible es nuestra resignación y nuestra capacidad para elevar a normal lo que no debería serlo. Ni siquiera se nos nota la preocupación por lo que está ocurriendo, sencillamente porque nos hemos acostumbrado al sufrimiento de lo desconocido. Nadie sabe realmente lo que va a ocurrir tras la aparición del virus, natural o artificial, pero que sí ha jodido nuestras vidas. Los últimos años han sido terribles para la Humanidad. Apareció el sida, que costó millones de muertos antes del descubrimiento de los antivirales; llegó el ébola, que lo mismo se hizo viral en los medios y las redes que desapareció de ellos por completo. Incluso en España se sacrificó al perrito de una enfermera infectada, por el riesgo más que discutible de que pudiera propagar la enfermedad de su dueña. Menos mal que a nadie se le ocurrió ejecutar a nadie más, en medio del pánico que despertó el ébola. Y apareció el covid, primero lejano, en China, pero luego obligó al mundo a refugiarse en sus casas. Hemos vivido, y también elevado a la categoría de normal, un auténtico infierno de reclusiones y de incertidumbres, porque la ciencia estaba -y yo creo que está- en pañales. Todavía existe la esperanza, pero a mí me parece que la pandemia dura demasiado tiempo en los tiempos en que nada debería durar demasiado tiempo.