En las calles de Kiev, donde se dirimen las horas decisivas de la invasión de Ucrania en el corazón de la guerra tras la toma del país por las tropas de Putin antes de que expirara febrero, hace 27 años -fue en este mismo mes de 1995-, paseábamos un grupo de periodistas, admirados de su arquitectura monumental, deudora del estalinismo, cuando en su día había sido la tercera ciudad por su tamaño dentro de la Unión Soviética. Allí se localiza ahora el centro de gravedad de un mundo que está por nacer de las cenizas de este, que es un mundo moribundo al cabo de la pandemia, listo para saltar al vacío, despeñado por Putin y todo un linaje de líderes autoritarios dispuestos a desbarrancar vidas y economías, o para resurgir con la fuerza de los grandes ideales por el bien de la humanidad doblegando a las armas y los titanes de esta nueva teogonía de leprosos de poder.
No sabíamos valorar, entonces, durante el paseo por Kiev hasta qué punto aquellos eran días tan trascendentales. Había caído el muro de Berlín (1989) y se había disuelto la Unión Soviética (1991). Éramos ajenos al diluvio que nos aguardaba en este siglo, a la llegada de Putin, ni a la de Trump ni a las nostalgias del fascismo que iban a volver a asomar la cabeza en Europa. Kiev, el antiguo asentamiento jázaro que los vikingos pusieron al frente del primer estado eslavo oriental, conservaba un aire de abolengo tan antiguo, por más que hubiera sufrido severos destrozos durante las invasiones de los mongoles; en cualquier caso, no dejaba de ser uno de los mayores emplazamientos del viejo imperio ruso. Un ciudad devastada por la memoria de sucesivas invasiones del ejército bolchevique, de la Alemania nazi y ahora del zar que aspira a reconstruir la extinta URSS.
En medio de esta metrópoli sobrecargada de historia, del Hetmanato cosaco a la Ciudad Heroica, recuerdo que subimos las escaleras de uno de sus majestuosos edificios y asistimos en silencio reverencial a un concierto para violín en el interior de un piso de puertas abiertas a un público que estaba de paso. A cien kilómetros de aquel lugar se había producido el accidente de la central de Chernóbil nueve años antes de nuestra visita. Lucas Fernández y Juan Manuel Pardellas compartían conmigo el eco de aquellas paredes ambientadas en un teatro doméstico en mitad de la alcurnia de los muros de la historia y los rescoldos de una catástrofe nuclear a no mucha distancia de allí.
Unos pocos años antes de aquel viaje al actual escenario de la guerra, allá por 1992 -hace ahora tres décadas exactas-, Mijaíl Gorbachov descansaba en Lanzarote, eran sus primeras vacaciones ya fuera del Kremlin. Le habían dado un golpe de Estado, había sufrido los arañazos de Yeltsin, que se subió a un tanque y se erigió en el ídolo ruso de aquella crisis. Yeltsin fue el que trajo al mundo de la política mundial al mismísimo Vladímir Putin, en 1996, primero para un carguillo de vicedirector de un departamento menor, y tres años después ya como primer ministro y su sucesor. De ahí nace todo, de la cabeza ebria de Yeltsin, esta es su herencia; nunca olvidaré a Raisa Gorbachov despotricando del ruso de tupé canoso en presencia de su marido durante la entrevista que nos concedió en La Mareta.
Esas calles en las que ahora los kievitas luchan a brazo partido contra los invasores y en las que envía entusiastas mensajes por vídeo el propio presidente Volodímir Zelenski, ya no son las mismas: están en guerra. “Hemos hecho descarrilar el plan de ataque ruso”, musita con voz grave caminando delante de uno de sus palacetes señoriales en la ciudad vacía con el cielo limpio al fondo como si no fuera cierto que los misiles rusos ya cruzan ese espacio y se estrellan contra los edificios de apartamentos, y muestra al hablar una dura sonrisa forzada en un rostro que no duerme desde el jueves del asalto ruso. Zelenski era cómico antes de ganar las elecciones y este drama que le toca vivir es una laguna del tiempo, un lapsus de la historia que no sabemos a estas horas cómo va a terminar.
El ucraniano es un pueblo épico en esta hora de Europa. Se ha quedado solo frente al enemigo, en una guerra desigual. Habíamos olvidado el sentido valeroso del honor, tras dos años humillados por un virus. “Buque de guerra ruso, vete a la mierda”, gritó una voz en nombre de los 13 guardias de frontera ucranianos que defendían este jueves la Isla de las Serpientes, en el Mar Negro, negándose a rendirse en el islote deshabitado antes de morir bombardeados. Son los primeros Héroes de Ucrania póstumos de esta guerra.
En nuestra portada de ayer dos niños saludan a los tanques de Ucrania con ingenuo ademán de testigos sin edad para tales momentos. Si por las venas de Putin corre un torrente de sangre, la suya se está derramando en los heridos y muertos de Ucrania, sin él saberlo, pues no habrá vencedores ni vencidos, sino un solo hombre acabado tras las ruinas de esta hermosa ciudad fantasma, y el espectro solitario de Kiev estará parapetado en el búnker de un despacho, pero habrá cavando su tumba en las mismas calles en que un día, como tantos otros, brillaba una luz de cielo gris y en una acera cualquiera el sonido de los violines atrajo nuestra atención y nos condujo hasta una de sus plantas siguiendo su estela por la escalera.
Ucrania no está en la UE ni en la OTAN, pero en su defensa numantina vaticina los riesgos de toda Europa. Putin amenaza a Suecia y Finlandia con hacerles lo que a Ucrania como amedrenta, disfrazado de Führer, a las repúblicas bálticas, a Polonia, Hungría y otros rincones de su soñado latifundio en este viaje sin retorno al infierno, donde es posible imaginarlo con cuernos y tridente en un carnaval de íncubos, de amores negros con Trump y toda su cohorte de fanáticos ultras seducidos en su día por el trumpista Steve Bannon, caído en desgracia, como ahora por el inteligente y a la vez zafio Alexander Duguin, que inspira la quimera putinesca de la Gran Rusia desvanecida después de Gorbachov. Ucrania es la primera estación de esa petulancia imperial, entre napoleónica y hitleriana, del presidente de Rusia, que es el país más extenso del mundo, pero una frágil economía, como un gigante con pies de barro.
Acaso China le pare las patas al monstruo si decide no consentir un expansionismo ruso ante sus propias narices, por el natural desequilibrio geopolítico de su ámbito de influencia. Cuando Putin y Xi Jinping aterrizaron en el aeropuerto del sur de Tenerife, en noviembre de 2019, de regreso de la XI Cumbre de los BRICS en Brasil, con pocas horas de diferencia, el mundo estaba a punto de enfermar de coronavirus y más tarde se ve envuelto en este amago de III Guerra Mundial. Putin no las tiene todas consigo, cuando, como alguien dijo, vuelan mariposas negras sobre las estepas heladas de Ucrania.