Se puso de moda una vez, entre los alumnos del Colegio San Agustín del Puerto de la Cruz, enterrar tesoros en la montaña del Taoro e irlos descubriendo con métodos que envidiaría el propio Sherlock Holmes. El método era sencillo. Les robábamos a nuestras madres parte de sus viejas joyas, las metíamos en un cofre, antes de recibir un soberano cachetón, y las enterrábamos entre los eucaliptus del parque, cerca del Gran Hotel. Y, después, a buscar los tesoros ajenos, vigilando los propios a ver si eran detectados por el enemigo. Nos pasábamos horas escapados de casa, a la búsqueda de tan preciados botines. Por ejemplo, Felipe Súñer metía en el cofre sellos de la colección de su abuelo, que guardaba su abuela, ya viuda. Y otros alumnos, como Fernandito Machado, reunían en el cofre algún anillo de cualquier antepasado, olvidado en un rincón de su casa de la calle de La Hoya. Yo no me acuerdo qué sisé en mi casa para meter en la caja, pero seguramente alguna joya poco usada de mi abuela. Había soldados de plomo que quién sabe si siguen librando batallas entre las cuevas del malpaís del Taoro. No crean, era divertido todo aquello, que nos permitía jugar en plena naturaleza, aunque en realidad el Puerto de la Cruz era entonces pura naturaleza. Los tesoros enterrados se inspiraban en los libros de aventuras que leíamos entonces y en las películas de piratas que veíamos en los cines Topham y Olympia. El Olympia se ventilaba con un techo que se abría cuando el olor a patas arreciaba en el salón. Una vez, una mujer que veía la peli gratis, desde un orificio abierto en ese techo, se cayó al patio de butacas cuando el acomodador accionó la apertura del panel. Salió ilesa, porque cayó encima de un señor que veía legalmente la película, espectador que también escapó, pero que se llevó un susto de muerte. Cosas de los pueblos.