Si una cafetería se la juega con el sándwich mixto (cuando lo sirven con el queso frío deberían precintarlas) o los mejicanos cuando pides un margarita y te traen una granizada de limón -ganándose a pulso que los penalicen corriendo la voz- los hoteles se juegan el aprobado o suspenso con la ducha. Como ocurre con el estilismo, los complementos o el diseño, los excesos con la grifería de las duchas se vuelven contra el establecimiento, rompiendo la atmósfera de confort, relajación y confianza que debe respirarse -o percibirse, al menos- en las habitaciones. Si el hotel comete el error de pasarse de frenada e intenta impresionar al cliente con una grifería que requiere conocimientos de termodinámica, mecánica cuántica y robótica (materias al alcance de aquellos que pasan los procesos de selección de una agencia aeroespacial), quien se hospeda en el establecimiento, desnudo, con frío y prisas, vencido, y estresado, en lugar de valorar la calidad o el lujo del dispositivo se conforma con acordarse de la madre que los parió. Un amigo se cruzó días atrás en un hotel de Barcelona con la maldición de una ducha con grifería marciana, con un artilugio que lejos de pensarse para gente de a pie o mortales de ciudad fue concebido para la tripulación de alguna estación espacial. Al parecer, el establecimiento descartó la opción que cualquier cliente agradece, y merece. Sencillez. Claridad. Simplicidad. Fría. Azul. Caliente. Rojo. Girar. Abrir. Girar. Cerrar. Enjabonar. Girar. Abrir. Girar. Cerrar. Toalla. Secar. Ropa. Calle. Sin embargo, no fue así. Cuenta mi amigo que, a falta de un manual de instrucciones que le indicara los pasos, llegó con injustificado retraso a una reunión porque se le fue la tarde descifrando los mecanismos, averiguando cómo dar con la combinación adecuada para que el puto termostato de la ducha del hotel, reconvertido en lanzallamas, no volviera a achicharrarlo con lenguas de fuego que lo tuvieron cinco minutos o más adherido a la pared con la convicción del perenquén, consciente de que le iba la vida en generar un espacio mínimo entre el agua que caía a ochocientos grados (sin exagerar) y su cuerpo. Un hotel que pone a sus clientes en esa situación, negándoles la funcionalidad y exigiéndoles que sepan cómo calibrar el maldito termostato, la presión o el selector, merece un suspenso tan irreversible como el de las cafeterías que sirven frío el queso del sándwich mixto o el de los mejicanos que ponen batidos cuando se piden margaritas.