El shock energético actual, que refresca la mala nostalgia de la crisis de los años 70, junto a la falta de suministros y la inflación desorbitada, dibujan este panorama económico inquietante, cuyo peor fantasma es el riesgo de un estallido social en los países de Europa más propensos y dañados. Cuando aún no había sobrevenido la guerra, en previsión del día después la pandemia, ya se abordó tal eventualidad.
Se manejaba en algunos círculos premonitorios la hipótesis de que la crisis de la COVID-19 -dos años eternos de foso y estancamiento- podría traer consigo el probable malestar social por la mano de obra precaria y el encarecimiento de la cesta de la compra. Cuando las familias se empobrecen en cascada y los gobiernos se ven limitados para socorrerles y contener la hemorragia de la inflación, se produce una alarma social y se generan desórdenes, estampidas, revueltas, huelgas y un clima agitado de bronca y perturbación en la calle.
Estos días, Ucrania protesta con campañas ingeniosas contra la iconografía de la guerra provocada por Rusia. Contra sus tanques con la Z gamada, pide abolir la letra injuriosa en las manifestaciones de simpatía con Putin en las capitales europeas. Y en las ciudades donde están las embajadas y los consulados de Rusia, para que se bauticen esas vías con el nombre de Ucrania. Si Canarias rompiera fuego rotulando calles con el nombre del país de Zelenski, sería secundada en la España peninsular y la Europa solidaria. La calle de Ucrania no será tuya ni mía, calle de todos será, habría cantado Agustín Millares Sall.
Ante este huracán económico, podríamos pensar que alguien se frota las manos en el Kremlin, porque la rabia de la calle vendrá ya no solo por culpa del patógeno, sino de la guerra. En cierta forma, Putin estaría ganando, si no la batalla de Kiev, sí la del desorden internacional, con la ruina y el caos de Europa y, pronto, de todo Occidente, a causa de la inflación desbocada, que amenaza convertirse en una estanflación catastrófica a la vuelta de la esquina, con un peligro nuclear para la estabilidad de nuestras economías.
A estas horas, en vísperas de que se cumplan 40 días de la invasión de Ucrania, los gobiernos de Europa y América ya saben que China está también logrando parte de sus objetivos, los que acordaron poco antes de la guerra Putin y Xi Jinging para un nuevo orden internacional, multilateral, sin la hegemonía de Estados Unidos. Un escenario bien distinto del de hace 50 años, cuando el histórico apretón de manos entre Nixon y Mao dio título a “la semana que cambió el mundo”. Esta caricatura de las economías occidentales -la española es paradigmática-, mordiendo el polvo de la espiral de los precios, como no hacían en décadas, y abocadas al desmoronamiento de los mercados, explica esa sensación de que a Pekín y Moscú no les está yendo tan mal de momento. Pero a sabiendas de que la crisis desencadenada acabaría arrastrando con todos, incluida esa alianza de intereses ruso-asiática, cabe presumir que, tarde o temprano -acaso sea cierto que Putin aguarda al 9 de mayo, para remedar una fecha histórica de la II Guerra Mundial, que su país celebra como fiesta nacional, el día de la victoria contra el ejército nazi- se alcanzará un acuerdo de paz. Y el mundo ya será otro, con el viejo sistema patas arriba, y, por tanto, con el propósito de China y Rusia consumado. Es una conjetura más, pero todas las piezas del puzle parecen ir encajando. Pekín, presionada esta semana por la UE, no dice esta boca es mía, pese a que el comercio entre ambos bloques ascienda a 2.000 millones de euros diarios (y a poco más de 300 millones el de China con Rusia).
Las mentiras de Putin impiden hacer previsiones de paz. Pecó de hipócrita antes de la invasión. De lo que no cabe duda es de que asistimos a una transformación exprés del orden económico y geopolítico establecido. La dependencia energética europea de Rusia toca a su fin. La UE tendrá un ejército propio. La OTAN se potenciará ante evidentes amenazas futuras del enemigo ruso. Los Estados unidos de Europa -más que nunca- reforzarán su inversión en Defensa un 2% del PIB. Y se acabaron los paños calientes. Estamos en riesgo de una guerra nuclear si no se producen cambios en las personas y el sistema de poder existente en Moscú. Lo que resta de 2022 va a estar dedicado a estas cuestiones, que son de vida o muerte para todos y cada uno de nosotros, desde el tendero de la esquina hasta el Fondo Monetario Internacional. El ”esto tiene que acabar” de António Guterres (ONU) es elocuente. A este punto hemos llegado.
Primero la Gran Recesión, después la pandemia y finalmente esta guerra, todo apunta a que las décadas de este siglo estaban llamadas a protagonizar un cambio inusitado de los pilares que sostienen el modelo global de nuestro modo de vida.
Acaso nunca sabremos, si llegamos a contarlo, qué hizo China para evitar una guerra nuclear, de ser así. Tampoco quizá podamos conocer cuánto de cierto hay en aquellas revelaciones del Times sobre un golpe de Estado en Moscú, ni sobre las desinformaciones de la inteligencia y el Ministerio de Defensa rusos a Putin sobre el marchamo real de esta guerra. Nos quedarán siempre dudas sobre la insensatez o intencionalidad de Biden al repiquetear sus motes favoritos sobre el dictador ruso -asesino, matón, carnicero …-, y cuánto de cierto o parodia tienen los desmentidos de Blinken sobre las palabras gruesas de su jefe.
Somos víctimas de una etapa colérica, la vida se ha vuelto un estado permanente de furia y fobia, un mundo en ira que desenfunda a la primera. De la vieja crispación política -que hoy nos parece una moda traviesa de regañinas entre políticos sin malicia- nos hemos desbarrancado y estamos a las puertas de un período de protestas sociales por toda Europa y Occidente. No serán ajenos los radicalismos que convengan en pescar en aguas revueltas, pues en este umbral se percibe todo un caldo de cultivo para debilitar a las democracias que ingenuamente creíamos consolidadas y a las fuerzas políticas más moderadas de izquierda a derecha. Este no es el mejor granero de un centrismo ecuménico que representaba a las mayorías. En mitad de una guerra y una crisis descomunal se erizan los ideales ultras, que prometen un mundo alternativo sin el lastre de estar gobernando y ser corresponsables del estado de cosas. Y su boletín de vulnerabilidades correrá como la pólvora, alentando la molestia general. Asaltar el Capitolio no habrá sido un estigma. Sino toda una metáfora del final de los tiempos de un régimen… de libertades. Y acaso vuelva Trump.