Un santacrucero de a pie resurge estos días de encandilamiento bajo una ilusión óptica: nada ha variado sensiblemente en nuestro entorno local y global, pero se abre paso un impulso mimético, una tendencia también contagiosa, que genera un efecto súbito de desinhibición y se traslada a la calle. Vuelven las fiestas.
Es un cambio de escenario radical, de tramoya y guion, pues, de la noche a la mañana, nos hemos comportado como si un moribundo se reanimara, todo el mundo se despereza y deja atrás la pandemia, cual destituida, sea cierto o falso el diagnóstico de la situación. La vida regresa al pasado feliz, todo vuelve a ser como antes, se adivinan ya los fuegos artificiales. El corazón de Santa Cruz (su logo y conducta) retoma el viejo pulso. ¡Sístole y diástole!, la ciudad vuelve a latir. Y hacemos cábalas planetarias, como si el orbe girara de nuevo como de costumbre. Nos hemos hecho supersticiosos y hasta esotéricos: ¡no era normal tanta desgracia concatenada! El tuerto nos dejó de mirar. O eso queremos creer para no arruinar la presunción de buena racha. Pues al bajar el telón de la pandemia, la economía se ha reactivado y acaso vengan tiempos mejores después de la que nos ha caído encima. Entonces, ¿en verdad que es tiempo de fiesta? ¿Y la guerra? ¡Ah, la guerra! Eso no está en nuestras manos, es harina de otro costal. Pero Ucrania amenaza un infierno, ya lo es, y la innombrable guerra atómica sobrevuela sus calles y las nuestras, que pronto se disfrazarán de Putin y Zelenski en el Carnaval de los ánimos rotos recién zurcidos.
A los pequeños indicios -unos, imaginarios, otros, irrefutables- les damos categoría de ciclo. Vuelve, al fin, el viejo ritmo circadiano de nuestras vidas. Y en ese estado de embeleco creemos que, en efecto, la COVID se adocenó en una gripe, y a los negacionistas que pusimos a parir les pedimos prestadas unas cuantas suposiciones, como la de hacer la vista gorda y convivir con el virus letal, tan letal como siempre, salvo que esta ya es una letalidad convalidada, a fuerza de habituarnos a ella, pero que sumó ocho muertos en las Islas en los últimos tres días. También les copiamos el gesto irónico de quitarnos la mascarilla y recuperar el happening social, el roce, reajuntamiento y transgresión. Hemos indultado a la COVID y a 2022 enviado a la guerra. No podíamos con dos frentes a la vez. Esto es como 2020 tras pagar la novatada. La catarsis del chicharrero, al pasar página y absolver la fiesta, es espíritu de superación, taumaturgia y prodigio, pero oculta la mendaz impostura del homo pandemicus en que nos hemos convertido, y su desiderátum: volver como sea a la pose de la normalidad, fingiéndola a toda costa, porque ella no volverá a por nosotros quizá nunca. Y hemos ido al encuentro de un ideal dudoso. Acaso nos perdamos en el camino de un trampantojo y no demos con lo que buscamos, porque la normalidad se haya ido para siempre, y tengamos que retornar sobre nuestros pasos a las restricciones y el comedimiento. O, en el mejor de los casos, descubriremos que el santo grial de este laberinto consistía justamente en salir al encuentro del san borondón improbable, como en las incursiones marítimas tras el paradero de la novena isla hipotética a poniente de El Hierro entre los siglos XV y XVIII. Estamos como ayer, a rebufo de los mitos cuando la felicidad decrece.
Hoy es aún más frecuente contraer el bicho y caer enfermo. El coronavirus se ha hecho cotidiano. Y la vida se cansó de esperar. ¡Esto es la inmunidad de rebaño, así se abran los cielos! Es la nueva generación de la pandemia, o es la pandemia sin miedo, sencillamente.
Y por tales motivos hacemos en nuestra ciudad provisión de lo necesario para disfrutar de fiestas durante meses. La palabra fiesta retumba en medio de los macabros sucesos del este de Europa, que es nuestro continente de referencia, aunque, como acaba de recordar Torres, “estamos al lado de África”, no se nos olvide, y el iftar de Mohamed con Sánchez se nos ha colado de rondón en la intrépida actualidad, que no nos da un respiro. La barbarie de Bucha, los cadáveres maniatados (he visto los ojos de Von der Leyen y Borrell recorriendo el lugar del holocausto) y el ataque del viernes a la estación de tren de Kramatorsk desnudan el horror del siglo XXI (que sigue los pasos del siglo XX) bajo el foco de la historia. Pero existe la dualidad de simularnos cómodos en lo desapacible. Y así estamos viendo que Santa Cruz se alista para ir a la fiesta, aunque haya en otra parte una guerra que nos conmueve y concierne a todas horas. A tal punto que el alcalde de Santa Cruz secundará la propuesta que hicimos desde esta columna de dedicar una calle al país de Zelenski, el país de los santos inocentes y de los mártires sagrados. Ucrania, donde todos somos víctimas del trueno y la impiedad del Kremlin, la nueva sede del infierno.
De acuerdo, nos quitaremos la mascarilla en abril y nos pondremos la careta en junio, en el Carnaval de trincheras. Putin, el otro virus, cejará el 9 de mayo o extenderá su sombra bicorne durante semanas, meses o años, como teme el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.
“Acuérdate de abril -cantaba Amaury Pérez-, recuerda/la limpia palidez de sus mañanas./No sea que el invierno vuelva/y el frío te desgarre el alma”. Ignoramos los rumbos de este mes. ¡Qué nos deparará la Semana Santa, ya libre de restricciones! ¡Qué de cierto hay en que el turismo sortea el caos bélico de Ucrania! ¡Cuánto nos dolerá esta inflación! ¡Y a qué atribuimos que Canarias vaya económicamente bien pese a la tormenta perfecta que afecta a todo el planeta! Islas de un continente en guerra, tenemos la mente en blanco. Qué está pasando ahí fuera y de puertas adentro. Porque estamos de fiesta bajo el luto de Europa, como personajes de Benigni en La vida es bella. Los primeros carnavales sin máscara y sin distancia interpersonal anuncian un tiempo nuevo en que podemos abrazarnos, besarnos y darnos la mano sin chocarnos el codo o los nudillos. Hacemos las paces con la pandemia, que continúa su curso sigiloso. Pero es cierto todo y nada. La guerra es la única pandemia oficialmente reconocida. Putin no se ha quitado la careta. Ni siquiera sabemos si es él o un doble, cómo es su búnker, qué tribunal le espera el día después … Pronto, cuando cesen las armas, en el silencio de los corderos, Hannibal Lecter comenzará su leyenda. Ese Carnaval todavía no ha empezado.