tribuna

París: la democracia está en guerra

Seguimos en el frente. Con casco y sin mascarilla. Tras dos años de pandemia, solo hemos logrado ir vacunados a la guerra. Pero los conflictos se nos acumulan. No es una guerra, son tres, incluida la que hoy libra Francia en las urnas con la democracia y el futuro de la Unión Europea en juego.

Hace tiempo que nos parece que las guerras no acaban nunca. Ni quitándonos el embozo, como tampoco con él, engañamos al destino. La pandemia continúa su curso, y la ministra de Sanidad celebra el espíritu de puertas abiertas, pero admite que las armas no han callado, el virus sigue vigente, ahora se disfraza de talla XE, y menciona las guaguas como si extrapoláramos el miedo de las Islas al autobús peninsular, entre las pocas trincheras donde es preceptivo desde el miércoles llevar puesto el cubrebocas, esa prenda vintage.

Putin se quitó la careta antes, invadió Ucrania y mostró su verdadero rostro. El monstruo. Desde el 24 de febrero, hace hoy dos meses, nuestra década, nuestro poluto siglo, incorporó a Vladímir Putin a la nomenclatura de los grandes déspotas exterminadores, junto a Hitler, Stalin y otros, y el primero que tiene el infausto honor de sumarse a ese podio de sanguinarios en esta centuria prometedora. Tantas cosas graves han pasado en un trepidante derrumbamiento de pilares que sostenían nuestro frágil modelo de sociedad, en apenas un par de años, que asistir a esta coronación de Putin en el trono del inframundo, el Hades que se jacta de su Satán balístico intercontinental con una ristra de cabezas atómicas, añade tremendismo a la escenificación del momento fáustico que nos ha tocado vivir.

Solo cabe apelar a que haya esta vez en Rusia otro Stanislav Petrov, aquel oficial de guardia en el centro de mando del sistema de alerta temprana nuclear cuando hace 40 años los satélites soviéticos erraron al detectar varios misiles falsos de EE.U.U. y desacató, por pura intuición, el protocolo militar de activar un contraataque de represalia que habría desatado una guerra nuclear. Con insistente palabrería, ahora, desde el Kremlin se tienta esa nueva hipótesis, ante la gesta ucraniana devenida en fracaso y bochorno en mitad de un inmenso charco de sangre que la historia nunca perdonará a Putin.

Estamos en esa guerra y en la otra, la pandemia, y expectantes, con evidente preocupación, por lo que pueda suceder hoy en Francia cuando se cierren las urnas. La democracia, también, está en guerra en Europa, como temimos en enero de 2021 viendo el asalto al Capitolio en los Estados Unidos a manos de la turba alentada por Trump. Hoy no es un domingo cualquiera, es el domingo de Europa en que la UE se juega su destino y la democracia su ser o no ser en un futuro inmediato bajo la incertidumbre de la guerra y la pólvora de la ultraderecha.

Con tres frentes a la vez no hay un instante de sosiego. Ya nos vamos acostumbrando a vivir sobresaltados, pero el aguante humano no es infinito. Quién nos iba a decir hace apenas unos meses que Sánchez, que el 13 de marzo de 2020 pronunció la palabra guerra para anunciar el estado de alarma por la pandemia (esa fue nuestra portada), estaría esta semana recorriendo cariacontecido las ruinas de Borodyanka, la ciudad bombardeada al norte de Kiev, en una guerra convencional y devastadora (que a su vez fue portada de DIARIO DE AVISOS este viernes). Y que se reuniría, junto a la primera ministra danesa, con Zelenski, un líder que resiste en la capital como Arafat soportaba el asedio israelí en Ramala (el pañuelo palestino, la kufiya, y la camiseta verde del ucraniano son dos símbolos). España rearma a Ucrania y emplaza al dictador al imperio de la ley penal internacional por sus crímenes de guerra, agravados a cada instante, como en las últimas fosas comunes. El lenguaje de estas imágenes de destrucción total es la cara descubierta de la pandemia bélica, donde no hay mascarilla antibalas que valga porque las bombas son de verdad y Rusia quiere llegar hasta la moldava Transnistria.

Nada es este abril ajeno a Ucrania, como epicentro de la erupción de un nuevo fascismo. Por eso, hoy domingo estamos en vilo pendientes de Francia, con todo el aquelarre de los fantasmas de última generación: el nuevo misil supersónico de Putin que amenaza a España, Europa y América; su hipocresía ordenando a su ministro de Defensa cancelar el ataque a la acería de Mariúpol (“No hay necesidad de arrastrarse bajo tierra en estas catacumbas, bloqueen para que una mosca no pueda pasar”); su continuo bombardeo cerca de las fronteras de la OTAN, que amenazan con una guerra mundial; las ruinas ya no solo de Ucrania, sino de toda la economía de Occidente, que provocan las risas del zar; el otro cinismo cómplice de China tendiendo la mano a Moscú, y el enorme riesgo que se cierne sobre las democracias y sobre el porvenir de la Unión Europea en la persona de Le Pen. He ahí la razón por la que hoy tenemos la cabeza en París, el Kiev de las bombas que apuntan a la patria común de las libertades asentadas tras la II Guerra Mundial. Nunca estuvo todo el edificio del mundo libre tan expuesto a peligros tan reales. Si perdemos Francia, perdemos Ucrania y toda Europa se echa a temblar ante el asedio de la ultraderecha rampante. No caben tibiezas al respecto. Marine Le Pen, amiga y simpatizante de Putin, es su mejor ardid para socavar la unidad europea frente a la guerra de Rusia, junto a los partidos ultras que violentan la existencia de la UE.

Tenemos la esperanza de que un día sea el famoso día después de esta tríada. El día después de la guerra. El día después de la la pandemia. Y el día después de este domingo, mañana lunes que nos libre del peligro de Le Pen. Pero la última premio Cervantes, aquella mujer que conocí hace más de 20 años y que me contó su exilio y dolor lejos de América, nos advirtió que “nadie sale de la guerra/ni del amor/ilesa” (Cristina Peri Rossi). Tampoco la democracia, tengamos esto presente.

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