tribuna

Cesar Manrique, que en la gloria estés

En cada una de las coladas centenarias de Lanzarote hay huellas por todas partes de César Manrique, que conocía la isla como la palma de su mano y la había recreado como un artista divino capaz de cambiar la faz de la tierra. Así que hablar de Lanzarote después de los años 60 es hablar de dos islas, la de las erupciones de Timanfaya en el siglo XVIII que sepultaron numerosas poblaciones y la que el César telúrico labró por sí mismo removieno sus entrañas y pariendo nuevos paisajes para los siglos posteriores. Un trueque de islas de la miseria a la fama. Decía Manrique que de niño era “como una vergüenza” haber nacido en Lanzarote, “la cenicienta de Canarias”. Estaba orgulloso de haber obrado la metamorfosis de su isla.

Hoy, Manrique, que el domingo pasado habría cumplido 103 años, esa edad nada inusual en su admirado Japón (donde expuso un bestiario autóctono junto a Goya y Picasso), y el próximo 25 de septiembre, 30 años de su muerte en un accidente de tráfico, sigue siendo un estandarte, el mayor profeta en su tierra que ha conocido Canarias. Bastó que la Universidad de La Laguna le concediera ahora, póstumamente, su medalla de honor (una distinción que tan solo había entregado antes a la reina Sofía y al jurista Tomás y Valiente), para que el nombre de César sonara en cada una de las Islas como si resucitaran de golpe todos sus recuerdos. Las suyas son las memorias estelares de un archipiélago apocado que él elevó a la máxima categoría (“estas son las mejores islas del mundo”, decía sin miedo a ser tachado de ombliguista). En toda Canarias hay señales inequívocas de su paso, aunque unas tengan más vestigios que otras; hay un rastro manriqueño que en ocasiones sorprende oculto en alguna parte, como el mural subterráneo que descubrimos en DIARIO DE AVISOS en el Lago Martiánez del Puerto de la Cruz.

“Por profecía del destino, en la isla de Lanzarote se logró el milagro de la utopía”, decía con la impronta de un hacedor de lugares que tenía por máxima la intuición y el desparpajo creativo: “No tenemos que copiar a nadie. Que vengan a copiarnos”. Han pasado, por tanto, tres décadas de su muerte y hay nostalgia de César Manrique a flor de piel. La pandemia eclipsó la digestión de su centenario, pero no de su legado inteligente que conciliaba el turismo y la conservación medioambiental, lo que luego se volvió un dogma paradigmático. Ha llovido mucho en muy poco tiempo. En dos años hemos pasado de saber lo que es el turismo cero a ver nuevamente oleadas humanas entrando y saliendo por nuestros aeropuertos. Manrique nos alertó, ante el destrozo sistemático del planeta, “por ese afán desmedido de poder y riqueza”, acerca de “la catástrofe de todo lo que pudiera ocurrir”. Él apelaba al “misterio escondido del instinto” para presagiar los desastres ecológicos que ahora hemos visto predecir a los expertos del panel de la ONU sobre el cambio climático. César no era Dios, pero tenía un don premonitorio que lo hacía adivino. Postuló una arquitectura bondadosa con el territorio y trató de exportar su utopía lanzaroteña como un prestidigitador capaz de decir al mundo cómo hacer milagros con el arte y la naturaleza para procurarnos un hábitat duradero, antes de que sea tarde y peligre la especie humana que ahora deposita su ADN en un biobanco espacial creado por el visionario Elon Musk. César no pudo conocer en vida a la niña sueca Greta Thunberg, pero habrían hecho buenas migas. Era un protector de la Tierra en su arcadia volcánica: “Haber nacido en esta quemada geología de cenizas, en medio del Atlántico, condiciona a cualquier ser medianamente sensible”, confesaba. Se sentía con autoridad moral, por haber rediseñado una isla sostenible, para dar lecciones de supervivencia universal. Ejercía ese magisterio con la misma libertad con que pintaba o procreaba los paisajes sin miedo al qué dirán. “La muerte me parece una maravilla, porque no tengo la responsabilidad de seguir existiendo, para poder hacer las cosas más atrevidas y divertidas”, sentenciaba con una sinceridad infantil solo comparable con la de su gran amigo Pepe Dámaso. “La eternidad es un segundo y un segundo es la eternidad”, le oímos decir a menudo como síntesis de su concepcion casi budista del tiempo y la vida. Continuamente tenemos la tentación de creer que César no ha muerto, como ese fantasma que me dijo una vez José Saramago en que, a su juicio, se había convertido el artista, un fantasma ubicuo que seguía presente en la isla.

Así que con esa licencia supongamos que César ha sido testigo de nuestras recientes desgracias, con su presentimiento caótico y el lado histriónico que le distinguía. Habrá visto el monigote de Putin quemándose en las fiestas de Valleseco, en Gran Canaria, y le supongo maldiciendo la invasión desalmada de un país, la guerra de un hombre -como dijo Borrell- que se refocila en las ruinas y los cadáveres de Bucha y Mariúpol. A César le habrán conmovido los gallos de Ucrania, las cerámicas que sobrevivieron a los bombardeos. Le habrá incomodado que los rusos utilicen a delfines militarmente en Sebastopol. Coincidió en vida con la estancia de Gorbachov en Lanzarote; yo le vi en su Jardín de Cactus cuando lo recorrimos junto al último presidente de la URSS. Resulta extraña la visión de César ya hoy fallecido y de Gorbachov aún con vida en mitad de estos acontecimientos, a sabiendas de que el artista llegó a plasmar en una servilleta una escultura con dos misiles desactivados de Rusia y EE.UU. para elevar en su isla un monumentos a la paz.

Más insólito aún es saber que esos misiles -un Scud y un Lance- llegaron a su destino, Lanzarote, y allí permanecen a la espera de que un milagro dé sentido a su viaje a través de Europa. Acaso el momento de hacerlo sea cuando cese el fuego en Ucrania y el mundo vuelva a la normalidad, como un homenaje de la fundación que perpetúa su nombre a los vivos y a los muertos, en esa doble condición que seguimos otorgándole a Cesar sus paisanos, incapaces de borrarlo de nuestra mente.

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