El rastro de los días va dejando una estela del tipo de sociedad que somos y de hacia dónde vamos en este portacontenedores de volcanes dormidos. No es Día de Canarias para nostálgicos, porque las islas se han duplicado en pasajeros a bordo en menos de medio siglo (esa es la tendencia demográfica, que se duplica cada cincuenta años) y Canarias cuenta con materia gris remozada para el nuevo tiempo que anuncia esta década entre costuras.
El canario, que Juan Régulo conceptuó desde todos los ángulos en su célebre ensayo Historia y geografía de la palabra canario, es hoy un sujeto irreconocible tras 40 años anfractuosos hacia la plena autonomía. Entre todos sus matices, conviene saber que el nuevo canario de edades tempranas difiere de los mayores en su ámbito y amplitud de actuación; prefiere la diáspora inteligente de Blahnik a la vida bucólica de sus antecesores en la arcadia, se despliega por Europa y, de América, ahora elige el norte. Es un canario, como el de la cita del cronista de Indias López de Gomara, que vuela con alas propias y se curte y realiza en oficios de artes o ciencias o navega en las redes y el ciberespacio se vuelve su modo de océano y canariedad, son cosmopolitas virtuales y trotamundos. Ya nada es como era. La economía tocó fondo cuando el turismo se ancló en el kilómetro cero y el isleño de adentro se reinventó. Esta epopeya de la pandemia ha enseñado a los canarios a renacer de sus cenizas. Por si fuera poco, la erupción de La Palma ha sido un fenómeno muy didáctico: a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Celebramos mañana un Día de Canarias inédito en cuatro décadas de autogobierno sobre el volcán. Las Islas habían visto otra clase de cometas que dejaban señales inquietantes y, a su paso, obligaban a mirar el futuro con distinto vaticinio. No han sido 40 años planos sin intimidaciones. El mundo en ese periodo vivió sucesos estremecedores, como el 11-S, la Guerra del Golfo, la de los Balcanes, el Sida y la Gran Recesión. Eran hechos que sacudían la vida en Europa y otras latitudes, pues todo cobraba ya una dimensión global. Pero, a la par, languidecía hasta extinguirse la Guerra Fría, caía el muro de Berlín y surgió una noción de paz que parecía imperecedera, como si compareciéramos ante un nuevo paraíso utópico. Esa posverdad (antes de que acuñaran el constructo) nos tomó el pelo en una solemne inocentada universal.
De estos 40 años, en realidad, el mundo se fue al carajo en tan solo dos. Se pregunta Vargas Llosa por boca de su alter ego, el periodista Zavalita, en el arranque de Conversación en la Catedral, “¿en qué momento se había jodido Perú?” Nosotros ya sabemos que el mundo se jodió el 14 de marzo de 2020, al menos oficialmente, ese día en que la OMS declaró la actual pandemia de coronavirus. En realidad, todo se truncó mucho antes (cuando el bicho se escapó, cuando se contagió el primer humano por azar o cuando los chinos silenciaron el brote y ya fue tarde). Ahora, además, sabemos a ciencia cierta que Putin acabará de rematarlo todo. Y que ya nada va a ser igual, se disparen cohetes nucleares o se firme la paz en Kiev antes de que el tinglado se venga abajo y al mundo no lo conozca ni la madre que lo parió. En este estado de cosas, celebramos mañana el Día de Canarias, qué será festivo e inverosímil.
2021 y 2022 han venido de la mano. Y de ese apagón de la pandemia procedemos con la nueva versión de ciudadanos de otro planeta desfigurado. Es el Día de una generación de canarios que mastican las palabras más duras y más amargas. Ya no es lo mismo decir crisis, porque vivimos en una crisis ininterrumpida que ha perdido toda novedad, ni decir guerra, porque esta entraña los riesgos innombrables de una tercera guerra mundial. Somos canarios de un nuevo ciclo histórico, al borde del precipicio como si tal cosa, una era funambulista que acaso estamos inaugurando en tiempo real, donde caben todos los desenlaces posibles y donde hemos aprendido a convivir con los males mayores y las más agradables costumbres. Con decir que este Día de Canarias llega en vísperas de unos Carnavales propiamente dichos, como si montáramos y desmontáramos la tramoya cotidiana en una recreación híbrida de La vida es bella y El show de Truman, trufado del mundo de Orwell de 1984, que nos abrió los ojos con visionaria anticipación, casi tanta como la de McLuhan sobre la aldea global. Canarias se parece al mundo, como una chiquitita aldea global. El volcán palmero puso la guinda de esa similitud.
La realidad ha dado un vuelco, y ya no somos conscientes de si estamos patas arriba o patas abajo. Tenemos el guion trastocado, no hay argumento y, sin embargo, parece que seguimos andando. Volvemos a estar en África, al socaire de la OTAN. Nadie acierta ni osa hacer pronósticos a corto, medio ni largo plazo. Se impone una visión budista del presente, sin más horizonte que el aquí y ahora. Mañana es el Día de Canarias y hoy seguirán cayendo bombas en Ucrania. No obstante, los turistas continúan viniendo a las islas. Las reglas de juego son otras, en un contexto surrealista, cuyos debates son apremiantes y mayormente apocalípticos, como la nueva lógica impone. Así, nos enfrentamos a los efectos inevitables del cambio climático y discutimos sobre el uso de los aviones que contaminan la atmósfera, lo cual condena a la melancolía a todos los isleños del mundo, que vemos amenazada nuestra identidad de destino y el pan de nuestros hijos con la futura tasa verde a la aviación. ¿Dejarán de volar a las islas por vergüenza, como el presagio de la niña sueca Greta Thunberg o mañana otro gallo nos cantará?