por quÉ no me callo

Bonilla, oro molido, y Feijóo, camino del altar

Apuesto lo que sea que el triunfo tranquilo de Juanma Moreno en Andalucía, tras el ayusismo echadopalante, creará tendencia, desde luego en el PP. Los derrotados son el PSOE, que pierde votos y el feudo, y Vox, que pierde el discurso. Abascal y Olona prodigaban bravatas al contrario y se han quedado mudos.

Moreno Bonilla es aquel yerno que toda suegra quisiera tener. Su encanto es la sonrisa sencilla del ciudadano de a pie que no sufre insomnio en un mundo acalorado con estrés y pesadillas. Es evidente que tiene un rasgo transversal que le hace caer bien a diestro y siniestro, y esa suerte de candidato consensual es la clave de su mayoría absoluta.

En las democracias modernas importa cada vez menos la doctrina de la sigla y el cartel y cada vez más la idiosincrasia emocional del político. Una moda tal que se aleja de estereotipos, niega mérito a los viejos clichés e incluso aprecia la modestia, hace que las encuestas indaguen en la psicología del votante y no tanto en sus señas ideológicas de identidad, ni en tics de izquierda o derecha, carácter dominante o falta de ambición. Este es un tipo que cae bien y podría fichar cualquier partido de vocación centrista. A Suárez se le ha querido desenterrar muchas veces, la última con Rivera, pero ahora se trata de saber si Ayuso explota de celos y si Feijóo no los contrae respecto al futuro en el partido del mirlo blanco andaluz. Pronto habrá una España que se enamore de este hombre y eso tiene consecuencias. El ditirambo de las vedetes del celuloide político nacional e internacional se ha basado demasiado en la sobreactuación. El paradigma es Trump; Ayuso es Evita en Madrid. El primero, denigrado de golpista tras el asalto al Capitolio, domina las preferencias del Partido Republicano para volver a presentarse en noviembre de 2024. En España, a la presidenta madrileña los populares le condonaron la supuesta componenda familiar de la compra de mascarillas y defenestraron a Casado por afearle el enjuague con dinero público.

El caso Bonilla es la exaltación del candidato beatificado sin pecado concebido. A Bonilla lo conocí en Madrid cuando era secretario de Servicios Sociales e Igualdad con Rajoy, hace poco menos de una década. No solo cae bien, sino al instante. Era una promesa de la cantera del turbio PP que regían los últimos dinosaurios herederos de Fraga y Aznar, y no parecía llamado a misiones de primer nivel en un partido crujido por cainismos ancestrales.

Incluso, Casado, que llegó, joven y veloz a Génova como Hernández Mancha -y como él, se desvaneció en la orilla-, lo mantuvo a distancia batiéndose en el feudo andaluz socialista. Me dijo cosas de sentido común y no me extraña su buena estrella.

Bonilla logra ahora una mayoría absoluta (ganó en todas las provincias, hasta en Dos Hermanas) que trastoca el mapa político español. Le baja los humos a Abascal y da alas a Feijóo, que con los triunfos de Madrid y Andalucía- dos de las tres comunidades más pobladas, salvo Cataluña de color socialista-, empieza a hacer planes de Moncloa. La verdad oculta de este éxito del PP es que Sánchez ya sabe a la marea que se enfrenta, con pocos ases bajo la manga a su izquierda, y Feijóo también tiene lo suyo: o gobierna con Vox o pacta con el PSOE un modelo de bipartidismo seudoalemán con apoyo externo o coalición formal bajo la batuta del que gane en las urnas en noviembre de 2023.

Felipe González dijo en 1993, tres décadas antes, cuando ganó contra pronóstico, que había entendido el mensaje de la gente. Sánchez tiene que tomar buena nota. Romperá tarde o temprano con Podemos (los dos quieren) y habrá crisis de Gobierno para afrontar el final de la legislatura camino de las urnas. Feijóo se siente rumbo al altar. Pero Sánchez se sabe ungido de poder, que es lo que pasaba con González hace 30 años.

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