tribuna

El extraño signo de todo lo que sucede

Si esto es junio y estamos en Carnavales, definitivamente hemos dado un salto cuántico. Y no pasa nada. Hace tiempo que vivimos en otra dimensión y la verdad es que nos hemos acostumbrado. Si prestamos atención a la nueva dinámica (la nueva ley universal dirían los esotéricos) que adoptan los hechos más significativos, lo habitual son las situaciones contradictorias sistemáticas que a menudo se cronifican con la mala costumbre del mal de perpetuarse. Así, la pandemia, la guerra y crisis globales como la climática. Y el derbi, que enfrentó a dos islas como si fueran antagónicas. Anoche, el triunfo del Tenerife fue una hazaña deportiva, y tras ella, el hacha del pleito insular vuelve a estar bajo tierra.

Vivimos en una incertidumbre maldita donde podemos esperar lo mejor y lo peor de cuanto nos sucede. Como aquel famoso gato de Schrödinger, que era él y su fantasma al mismo tiempo, el personaje y su máscara, digamos a propósito de nuestras carnestolendas intempestivas, que premian la supervivencia tras un bienio de mucho cuidado. Metemos en la coctelera Ucrania, el Carnaval, la viruela del mono, la persistente COVID y el derbi con sus pezuñas, y dejamos la mente en blanco. Nada apetece más que no querer entender lo que nos pasa de un tiempo a esta parte. Buscar sentido o lógica al cariz de los acontecimientos es un esfuerzo inútil que conduce a la melancolía. Conviene cumplir esta regla a rajatabla. Ni el más mínimo amago de pretender descifrar el jeroglífico de estos días de oxímoron y contrasentido. Que nadie le busque tres pies al gato… de Schrödinger, por supuesto.

Siendo este un Carnaval galáctico, caben todas las disquisiciones. Es una coyuntura inverosímil. Por una vez la realidad ya viene disfrazada de antemano antes de que las máscaras legítimas invadan la ciudad. En Shanghái han dejado salir a la calle, de golpe, a 25 millones de chinos, tras dos meses de estricto confinamiento. Ha sido una suerte de ensayo de realidades paralelas en un mismo recipiente (el planeta). De una parte, la gran multitud humana decidió que había acabado la pandemia en su versión letal y fueron abolidas las mascarillas, distancias y cuarentenas. Sin embargo, en la misma cavidad global que habitamos más de 7.000 millones de seres, chinos y norcoreanos consideraron que el peligro es tan cierto como el primer día y decidieron encerrarse masivamente y guardar controles exhaustivos como si el virus no hubiera remitido ni un ápice. Las dos hipótesis son verdaderas. El gato está vivo y muerto a la vez dentro de la caja como en la célebre paradoja desconcertante del truco ingenioso concebido en los años 30 por el Nobel austriaco Erwin Schrödinger, que compartía este tipo de malabares de incongruencias un tanto disparatadas con el sabio Einstein (una de cuyas frases geniales es que “Dios no juega a los dados con el universo”).

Hoy el mundo se parece más a ese experimento inverosímil del gato que hace ochenta años y hablar de esto en el contexto de un Carnaval no deja de ser una invitación a tomárselo todo a coña. Nada está en su sitio ni parece regido por el sentido común, como decíamos queriendo sentar algunas bases de compresión de este pandemónium.

Es Carnaval y no lo es al mismo tiempo, como una demostración de que nada es coherente, pues no hay cuaresma ni cosa que se le parezca. Hay paz y guerra a la vez, y no sabemos a qué atenernos, si a lo uno o a lo otro. Hay pandemia y no la hay, de modo simultáneo, según abramos la caja de marras en China o en Europa. Y hasta hemos confundido la realidad a tal punto, que sostenían los gobernantes una menor presión migratoria en la Ruta Canaria justo cuando aumentaban las pateras-cuna con bebés a bordo, que parten el alma.

Aparentemente, se abre paso una tendencia oficial a designar la realidad, como si los hechos se debieran a la importancia que les concedamos: una nueva estrategia por decreto silencia la pandemia, es evidente. Y el pronóstico de que la guerra será prolongada, gripaliza también la invasión de Ucrania, que pierde notoriedad y se vuelve un pesar cotidiano, una vez familiarizados con el conflicto más grave que padece Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Superados los tres meses, ya no será la guerra de los cien días y, ante las sospechas que se cuecen en la Moncloa, ahora solo cabe confiar en que no sea otra guerra de los cien años, sean cuales fueran los cálculos cuánticos en la caja bélica de nuestra metáfora.

Con el mismo desatino de lo absurdo que todo lo impregna, la primera potencia del mundo deplora a gritos los crímenes de Rusia en la barbarie de Ucrania y soporta con bochorno la repulsa exterior a su propia atrocidad en los constantes tiroteos masivos en escuelas con víctimas infantiles y adultas, para regocijo de Putin, tildando entre dientes a Biden de amo de un país de asesinos con licencia para matar, como si fuera el mismo perro (trasunto de nuestro gato) con distinto collar. Para no tener que llevar nombre de animal, Turquía dio el paso este viernes y dejó de llamarse con la palabra que en inglés (turkey) significa pavo, rebautizándose como Türkiye, colofón de una larga batalla particular de Erdogan. Otro ejemplo de este siglo ilustrado de brillantes líderes y acontecimientos.

En cierta forma, se ha establecido un doble dogma, para no decir una doble moral, donde suelen ser ciertas por igual dos realidades contrapuestas, y hacemos como que no nos importa. El chorreo de muertos auténticos por COVID cada 72 horas es incuestionable, pero apenas ocupa un rincón de la actualidad oficial. Son muertos proscritos o invisibles que se ha decidido solapar cuando se inventó aquel sofisma ambivalente de Schrödinger de que el coronavirus, sin dejar de ser mortal, se había vuelto leve con la llegada de ómicron y había que desmontar toda la tramoya de medidas de control, como sugerían los ingleses y los nórdicos en 2020, dispuestos a asumir óbitos inevitables a pecho descubierto hasta lograr una inmunidad de rebaño que resultó utópica. Nada desmiente que era una suposición desproporcionada, pero con las vacunas, la menor incidencia en las UCI y el citado hartazgo (se le llamó fatiga), hemos vuelto al punto de origen y nos hemos quitado la máscara tan contentos. Este Carnaval es real y aquel otro ya no lo es. Ahora las caretas son genuinas, pero tanto antes como ahora sigue muriendo gente por la misma causa (siete casos en Canarias en los últimos tres días). Y sigue sobreviviendo el resto. La cuestión es saber, cuando te contagias, qué clase de gato eres, el que la palma o el que la puede contar cuando sales de la caja y vuelves a la calle como en Shanghái.

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