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Entomología política

Los estudiosos de la política no tenemos las cosas fáciles en la España de nuestros días. Como en cualquier otra actividad académica, cultivar la ciencia de la política significa empeñarse en clarificar los conceptos, precisar las ideas y ofrecer esos conocimientos a una ciudadanía no siempre bien informada ni enteramente consciente de sus derechos y sus obligaciones. Una ciudadanía confundida en muchas ocasiones -y engañada en otras- por la nefasta influencia de medios de comunicación y periodistas sectarios, que intoxican a la opinión pública porque son aparatos de agitación y propaganda ideológica; de políticos ignorantes, sectarios e irresponsables; de economistas y politólogos cuyo sectarismo supera a sus conocimientos, y hasta de gente sin preparación, de tertulianos y falsos expertos, que contribuyen aún más a esta ceremonia de la confusión con sus delirantes análisis. Los ciudadanos son bombardeados con etiquetas tales como “Estado de Derecho”, “democracia” o “justicia”, comparan esas etiquetas con las noticias escandalosas que les llegan de corrupciones públicas, notorias prevaricaciones, tráfico de influencias, injusticias clamorosas y sentencias disparatadas de jueces partidistas, y llegan a no entender nada. Y, como mal menor, a desinteresarse definitivamente de una actividad política en la que parece existir un abismo insalvable entre el ser y el deber ser, entre lo que se dice y lo que se hace.

Una de las consecuencias de la situación es ese alejamiento ciudadano de la participación política. Pues bien, los mayores y más directos responsables de que eso suceda son los propios políticos, los integrantes de la clase política. Porque, a diferencia de lo que ocurre en otras actividades científicas, mientras los estudiosos de la política intentamos clarificar los conceptos y precisar las ideas, los políticos hacen precisamente todo lo contrario. En su búsqueda de los votos a cualquier precio, los políticos y los partidos sacrifican su coherencia intelectual, y hasta sus conocimientos, a la perversa lógica de su enfrentamiento. ¿Cómo vamos a pretender que los ciudadanos respeten las instituciones democráticas y a los políticos, si ellos mismos no se respetan ni respetan las instituciones de las que forman parte, unas instituciones tan genuinamente democráticas y representativas de la democracia como son los Parlamentos, por ejemplo? Incluso en el fragor de las batallas políticas, los políticos tienen la obligación de ser particularmente rigurosos con el lenguaje que utilizan. Y tienen esa obligación porque corren el riesgo de enviar mensajes destructivos y desmoralizadores a unos ciudadanos a punto de ser destruidos y ya de por sí muy desmoralizados.

Los políticos no tienen obligación de ser estudiosos de la política; las dos actividades, incluso, pueden llegar a ser intelectualmente incompatibles. Pero los políticos -y los que juegan a serlo- sí están obligados a tener sentido común y, sobre todo, a responder de su ignorancia, su sectarismo y su irresponsabilidad ante las sociedades cuyo futuro comprometen con sus acciones. Tampoco los insectos saben entomología; bastante tienen con ser insectos y comportarse como tales. Algunos, sin embargo, destruyen impunemente los libros de entomología. Igual que hacen algunos políticos con los libros de política.

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