Tengo una moneda de un euro delante de mi. Es la que uso para meter en la ranura y liberar al carro del hipermercado. Vale bien poca cosa. Quiero decir que no llegaré muy lejos con ella a pesar de ser una de las más importantes divisas del primer mundo. Nunca me había detenido a mirarla de cerca, pero en la observación me está dando señales de que pertenece a una de las zonas de más desarrollo del planeta, dándome algunas pistas de lo que esto significa. Hay un “uno” grande en una de sus caras y una Europa minúscula a su lado, donde España se me aparece de forma gigantesca, casi en primer plano, como la protagonista de un hecho continental que se proyectó a una gigantesca aventura cultural al otro lado del Atlántico. En la otra cara está el hombre de Vitrubio, el recuerdo de que toda modulación pasa por la dimensión antropomórfica, recordando que somos la medida de todas las cosas, como decía Protágoras. Hace poco leí que el capital mayor de una región se lo aporta el conocimiento. Ni lo militar, ni lo económico, ni lo ideológico otorgan el poder. El auténtico reside en el dominio del individuo sobre su condición intelectualmente humana, aquello que la fuerza de su mente sea capaz de producir en libertad, porque esos serán los valores que le hagan creer fuertemente en sí mismo como individuo y como colectividad. Eso es lo que me informa este euro aislado del que me sobrarán apenas unos céntimos después de comprar el pan. Y sin embargo, en la mayor parte del mundo se desenvuelven con menos posibilidades. Ahora estamos pasando una etapa difícil, una de tantas donde la adversidad nos golpea. No es la primera. La historia se encarga de recordarnos que esto casi se ha convertido en lo habitual y que cada una de esas malas experiencias nos ha servido para ofrecer una reacción tendente a fortalecer nuestro futuro. La respuesta ante la dificultad de la que hablaba Arnold Toynbee. Es la crónica de una decadencia anunciada que no termina de llegar, que se resiste a presentarse definitivamente por más que hable de ella Oswald Spengler. Siempre habrá un renacimiento, porque de eso es de lo que se trata, mientras la llama permanezca encendida, desde aquellas luces que nos enseñaron a contemplarnos en la pared del fondo de la caverna, hasta la Roma del derecho y la justicia, el renacer de la asunción cristiana que incorpora lo viejo a lo nuevo, el arte atrevido de las cúpulas y el aprendizaje de la revolución del contrato social que nos enseñó a convivir de otra manera. Todo esto, que nos costó sangre, sudor y lágrimas, es lo que somos y es lo que veo en esta moneda con la que ahora apenas me alcanza para comprar el pan de cada día. Con un euro me atiborro de hidratos de carbono y voy acumulando grasas de las que me resulta difícil desprenderme. Ahora consumo crackers integrales. Un paquete aproximadamente por el mismo precio. Lo unto con crema de queso y mermelada para desayunar y no consigo reducir mi cintura con ello. Tengo que ir más a la cinta o a la bicicleta estática. Este euro que me sirve para dárselo al gorrilla del aparcamiento es bien poca cosa, pero es el símbolo del compromiso con una pertenencia que me obliga a pensar de una forma responsable. Los esfuerzos pueden ser convertidos en palabras escritas que lleguen más allá del comentario de una viruela compartida con los monos, que me hagan desechar las opiniones sobre si Olona debe presentarse en Andalucía, de si tengo que asombrarme ante la resistencia de Nadal en Roland Garros o de si Putin es en realidad el culpable de todo lo malo que nos pasa. Esta moneda es el símbolo de que el hombre es la medida de todas las cosas; de las que son porque son y de las que no son porque no son. Esto es así a pesar de que algunos idiotas pretendan eliminar a la Filosofía de los currículos básicos de la educación. Fíjense para lo que sirve un euro.