Días atrás, Suecia blindaba su venerada isla vikinga de Gotland, en el mar Báltico, ante una eventual amenaza rusa. Putin se replegaba esta semana de la ucraniana isla de las Serpientes, la joya del Mar Negro, donde perdió su buque insignia Moskva -aquel escarmiento humillante-, bajo la artillería de Zelenski y en mitad del bloqueo de cereales que provocará una hambruna global. Este es un mundo peligroso, como dijo Biden en Madrid. Y, dado el designio de las islas como destinos felices, esta vez nos aferramos al mito como última esperanza.
Las islas son las musas de las guerras, por su fama de enclaves estratégicos; en el caso de Canarias así fue en el pasado, en la Segunda Guerra Mundial desde luego, y ahora asoma como apéndice de la defensa occidental en la nueva narrativa de la OTAN, en el llamado flanco sur, donde impera el matonismo de dos gigantes siniestros con ganas de Guerra Fría: Rusia y China. Son los cocos de África, en nuestro ámbito de influencia, que se valen del terrorismo yihadista en el vasto Sahel y la espoleta del hambre y la sed por el calentamiento global. Esta bomba de relojería proyecta su radiación potencial como una sombra hasta Canarias. La OTAN le ha puesto la chincheta en el mapa.
Cuando 80 años atrás, Churchill y Hitler hacían cálculos por separado de invadir el Archipiélago durante la segunda gran guerra en relación con Gibraltar y África, y diseñaron y suspendieron después las operaciones secretas Pilgrim y Félix, éramos islas en almoneda. Escuchar a Hitler y Franco en Hendaya discutiendo las condiciones del trueque en tiempos de una pobreza abyecta tras la guerra civil, nos demuestra hasta qué punto el nuestro era un destino huérfano. Ahora, sospechamos que los dirigentes habrán hablado de Canarias, en la sobremesa de la cena en la Sala de las Meninas del Museo del Prado (y no a hurtadillas en el vagón de un tren en una estación francesa), de cómo protegernos junto al resto de Europa; en 1940 el asunto era otro: meternos en la boca del lobo de carne cañón.
La OTAN ha roto el guion de sus premisas en apenas cuatro meses. La cumbre de Madrid, tras 12 años, se vio sorprendida por la invasión rusa de Ucrania y una recesión en ciernes.
Se han recompuesto los bloques y recelos como en la larga posguerra del 45 y puede decirse que hemos dejado de vivir bajo un mismo orden establecido. La UE y la OTAN están irreconocibles, con ardor guerrero, que diría Muñoz Molina, como si les hubiera hecho falta que Putin perdiera la cabeza para revirarse. Tampoco importa la senectud de Biden; de pronto, en la foto de Madrid, aflora una generación de líderes, hombres y mujeres, decididos y capaces, como herederos de un espíritu churchilliano que se echaba en falta.
Hemos visto cómo se tejen los hilos que mueven el mundo en una etapa de rearme que sustituye al desarme de los años 80 a cargo de Reagan y Gorbachov. El castillo de naipes se vino abajo desde la crisis de Ucrania en 2014. Tanto Obama como Trump acusaron a Rusia de fabricar armas vetadas en aquel tratado que eliminaba los legendarios misiles balísticos de la crisis de Cuba en octubre de 1962 (a punto de cumplir 60 años). Trump terminó rompiendo el histórico pacto porque -digamos toda la verdad- necesitaba disponer del armamento prohibido para disuadir a China en el Pacífico occidental. Y ante el dinosaurio, despertó Gorbachov, que hizo un fatídico augurio, en el verano de 2019, cuando el meteorito de la pandemia aún no había impactado contra la Tierra: “El mundo será un caos”. Tres años después estamos, en efecto, en medio de una terrible guerra en Europa y de una plaga de inseguridad que sitúa desde esta semana a EE.UU. y la OTAN cara a cara contra Rusia y China. El mundo, en efecto, ya es un caos, como predecía el padre de la perestroika, y dicen los rusos que comienza a bajar de nuevo el telón de acero.
El concepto de neutralidad pasa a mejor vida con Suecia y Finlandia enseñando los dientes a Rusia a bordo de la OTAN, que multiplica sus efectivos para entrar en combate a la mínima oportunidad. El eje de los riesgos abarca nuestro campo de visión. Es África, estúpido, valga el parafraseo.
Hace 40 años, las Islas se resistían a entrar en la OTAN y Felipe González reescribía el dogma de su partido sobre un tema tabú, cuando Miterrand seguía refractario la estructura militar en la Alianza por tradición desde De Gaulle. Ahora la OTAN se acaba de refundar en Madrid como la salvaguarda global de un mundo libre, estragado por la enfermedad y la guerra, que se sabe llamado a librar batallas inéditas. Uno de esos escenarios es nuestro hinterland norteafricano. En los foros de Casa África y el Real Instituto Elcano se hablaba de la bomba de relojería del Sahel. Donde operan rusos y chinos, explotando el yihadismo, la esclavitud alimentaria y la daga del clima en la yugular de los pueblos que más se parecen al infierno. A las ráfagas migratorias que se aguardan ya se les conceptúa de “amenaza híbrida” en el léxico de la OTAN de Madrid.
Erigirse en gendarme de valores (la libertad y la democracia están en horas bajas) es el credo de este nuevo catecismo de una OTAN que evangeliza a nuevos socios que huyen de Putin como del diablo.
El guionista de este siglo nos ha deparado tres capítulos: la Gran Recesión (2008), la Pandemia (2020) y la Guerra (2022). La historia, como se ve, va de menos a más, lo cual no anima mucho, salvo que el autor nos reserve una versión más amable de estas uvas de la ira, como John Ford, cuando llevó al cine la novela de John Steinbeck, icono literario de la América del crac del 29.
Necesitamos una Fundación del Final Feliz, como la que surgió en la década pasada alentando a los autores británicos a escribir obras infantiles que terminaran de la mejor manera. Cierto que era una operación de mercadotecnia. Pero esta vez se trataría de un laboratorio de ideas de detractores del fin del mundo que reescriban la historia y le inventen el mejor desenlace posible para salir de la alerta del caos de Gorbachov, un anciano de 91 años que fue el último presidente de la URSS y ganó el premio Nobel de la Paz.