tribuna

La normalidad como norma

Leo unas declaraciones del director de Protección Civil en las que se sugiere que la pandemia, Filomena, la Dana, el volcán de la Palma y los incendios son la demostración de la existencia del cambio climático. Parece que se trata de un empeño por enumerar catástrofes que establezcan la presencia de una fatalidad que no se puede evitar.

Quizá se pretende crear un culpable que sirva para todo, pero existe un peligro y es que, siendo esto achacable al comportamiento humano, al final, habrá una parte de la sociedad que será la responsable de lo que le ocurra a la otra. Siempre ha pasado igual. Para movilizar a las masas hay que identificar a un enemigo. Si no, la operación no tiene sentido. Uno de los objetivos de la política consiste en tensionar a unas masas contra otras y así, por medio, obtener algo de renta en la confrontación.

El mundo se ha debatido en esta división desde que existe. Unos favorecen el libre mercado y otros lo reprimen, como dice Antonio Escohotado en su libro Los enemigos del comercio, pero todo vuelve a oscilar sobre conceptos tan escurridizos como la libertad. No sé si este término tiene el mismo valor para John Stuart Mills que para Karl Marx, aunque esto no sea más que una faceta de una lucha que está ahí desde el origen.

En el Génesis se habla de una rebelión de ángeles y la historia ha justificado la presencia de esta batalla para amoldar la razón a sus distintas etapas. Hay quien pretende establecer que todo obedece al principio newtoniano de acción reacción, y otros que fían el progreso a algo parecido: a la teoría de incitación respuesta de Arnold Toynbee.

Mientras tanto los hombres nos seguimos moviendo libremente por el tablero de las discrepancias sin que nos afecten demasiado. En el fondo se trata de garantizar quién nos da de comer y de rechazar a la ambición como una de las herramientas imprescindibles para el desarrollo. En el fondo consiste en domeñar a ciertos instintos que en ocasiones no resultan tan virtuosos. Es una cuestión moral, y, por tanto, de costumbres.

Ya decía Marcuse que la civilización era una represión de la libido. Mi mente necesita la serenidad suficiente para pensar en estas cosas, pero al ser independiente se convierte en peligrosa y los que dictan las normas harán todo lo posible para acallarla. Ahora vivo rodeado de una turba que avanza con su consigna debajo del brazo hacia un objetivo que no es capaz de identificar. Se trata de aguantar, de resistir, sin saber exactamente para qué. Otros marchan en el sentido contrario, sin saber tampoco a dónde les llevará su lucha. En ninguno de los bandos detecto la prudencia necesaria para afrontar la realidad de los problemas.

Existe un mundo ajeno a las ideologías que se asienta sobre cuestiones prácticas. Su pervivencia consiste en mantener los modelos que nos han servido para subsistir, sin traumas ni catástrofes. Es imposible desmontar la globalización en un mundo digitalizado, donde las autopistas de la comunicación son más rápidas que el viento. Sería como seguir disponiendo de Miguel Strogoff en el universo de internet. Continuamos enfrascados en debates locales en un planeta vigilado por satélites. Realmente somos imbéciles. Ahora nos sirve un volcán, una pandemia, un incendio o una nevada para hacernos sentir que el mundo está amenazado. Siempre ha habido un volcán en alguna parte o un virus matando gente o un loco organizando una guerra. Nada de esto es nuevo.

Mañana volveremos a Cataluña, que parece ser el termómetro donde se demuestra que las cosas son normales. Hemos pasado el Rubicón de la OTAN, de Marruecos y del gasto militar y estamos en disposición de adentrarnos en el día de la marmota. Da igual que la gasolina esté por las nubes, que tengamos que ahorrar en el consumo de la luz; de la cesta de la compra ni te cuento. Lo importante es que hemos vuelto a la normalidad. Ese estado ideal en el que no pasa nada si no te lo cuento.

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