tribuna

Cartas de amor

Me hago la pregunta de que si lo que escribimos va dirigido a otra persona o es una reflexión que hacemos con nosotros mismos. En realidad, creo que son las dos cosas. En cualquier caso, es el ejercicio libre de sacar nuestros pensamientos al exterior. Pero ¿qué son nuestros pensamientos sino aquellas sensaciones que capturamos de lo que nos es externo? Nada hay en el intelecto que antes no haya estado en los sentidos. Repetimos este aforismo y lo damos por cierto en una conclusión casi teológica, cuando si lo analizamos fríamente es la negación de la existencia del alma. Somos un mecanismo de transformación, como todo aquello que está sometido a un proceso químico, y el entramado de neurotransmisores que constituyen nuestro equipamiento sensorial no es otra cosa que eso. ¿Qué hace que las cosas que vemos nos parezcan hermosas a diferencia de otras que nos resultan horrendas y rechazables? ¿Es solo la asociación con una experiencia desagradable o existe un componente biológico que nos diferencia de los demás aceptando, como buenas, cosas que para otros no lo son? Es difícil coincidir, pero siempre he creído en la existencia de un territorio común en donde podemos encontrarnos. La comunicación es difícil, constatando que la conexión con los otros y la coincidencia con sus preferencias es algo que no ocurre siempre en la misma dirección. Por eso disentimos, por eso nos odiamos y por eso nos matamos. Algunos tienen más facilidad que otros para encontrar el camino de la comprensión mutua, pero esas diferencias son las que hacen que creamos que solo podamos amar a una sola persona, aunque los modelos que se nos ofrecen sean los de la diversidad alternante de los contacto fortuitos y variados. Lo mismo ocurre en el mundo de las ideas, donde no sabemos hallar el equilibrio de la racionalidad para entendernos. Escribir sobre el amor, igual que escribir sobre las relaciones políticas entre los humanos, precisa de un ámbito previo de coincidencia para que sea efectivo. Hay alguien al que nunca podremos convencer, exactamente igual que hay alguien que nunca será capaz de amarnos por mucho que insistamos en ello. Mejor es navegar en el mar intermedio de la prudencia y no invadir ciertas intimidades que nos resultan inexpugnables. Entonces viviríamos en un mundo sin guerras, donde las tácticas militares de ver sin ser vistos y oír sin ser oídos, si los dos ejércitos las ejecutan a la perfección, el choque no se produciría jamás. Ayer recordé “El amor en los tiempos del cólera”, viendo la película donde Javier Bardem hace de Florentino Ariza. No sé si la persona que estaba a mi lado tenía las mismas sensaciones que yo. Quizá sí, pero lo cierto es que sentí las barreras que hacen que el efecto de unas cartas poderosas no se pueda realizar por el mayor poder de las circunstancias externas. La vida se distingue más por las diferencias que por las confluencias. Hay un azar que propicia el final feliz, pero, al mismo tiempo, una fatalidad destruye esa posibilidad. Quizá por eso no nos entendemos y sea tan difícil que lo que escribimos para nosotros mismos sea también válido para los que nos son ajenos. Florentino Ariza escribe cartas para enamorados que no saben escribir. A veces es capaz de responderse a sí mismo, como en el juego de marionetas del Wilhem Meister, de Goethe. Quizá aquí Gabo esté rizando el rizo en una acción ideal, pero en esto está reflejando la ilusión sublime del que se contesta sus propias cartas construyendo el diálogo de la fantasía para poder vivir con algo incómodo que llevamos en nuestro cerebro. Al final descubrí que lo que el escritor quiere decir es que la tenacidad fortalece a la esperanza y cada uno emprenderá el viaje pendiente que tiene con Fermina Daza a lo largo del río, aunque parezca que consumió su vida en otras cosas y ya no le queda tiempo para nada. Empecé diciendo que escribimos para nuestra reflexión y también para lanzar el mensaje desesperado del náufrago. Nos respondemos a nuestras propias demandas a pesar de que la principal pretensión sea llegar a emocionar a ese alma gemela que nos está aguardando aunque todavía no lo sepa.

ELMER GANTRY

Ayer tarde fui al cine de mi casa y me puse una peli de filmin que antes no había visto: Elmer Gantry, de Richards Brooks, interpretada por Burt Lancaster y Jean Simmons, que está basada en la novela de ese nombre, de Sinclair Lewis. Es de 1960 y no la conocía. Puede ser que por su carácter crítico religioso nos la hubiera hurtado la censura. Lancaster está más cercano al papel de El temible burlón, de 1952, que al de El Gatopardo, de 1963, quitando sus dotes de saltimbanqui de Trapecio, de 1956. Hollywood, y sobre todo Visconti, se encargan de demostrar que, aparte de un gimnasta, estamos ante un actor formidable. (De aquí a la eternidad, 1953). No voy a hablar de las sesenta películas que protagonizó este actor sino de la obra del gran novelista estadounidense que fue el primero de su país en obtener el Nobel, en 1930. Lewis es un escritor que me interesó en mi juventud y lo tenía olvidado. Disfruté mucho con los largos discursos de unos supuestos impostores que confundían la venta de la fe con la de un crecepelo. Toda la charlatanería de los vendedores ambulantes está implícita en la técnica de estos personajes, intrusos en un mundo normalizado donde hasta para predicar se necesita un título o una autorización. Lewis exhibe unas dotes extraordinarias para manejar esa dialéctica, pero lo que más me sorprende es el distanciamiento que hace para intelectualizar el discurso que pretende desarrollar, con alusiones continuas a Julio César de Williams Shakespeare. Las dos peroratas de Marco Antonio y de Bruto ante el cadáver de César no tienen parangón y han sido siempre consideradas como patrones para la arenga política. Más que una crítica al submundo religioso que se desarrolla en torno al negocio de los predicadores y las sectas, tan norteamericano, lo que se vislumbra es una llamada de atención sobre la palabra efectista y oportuna de quien quiere manipular al pueblo. Siempre he creído que esta era la verdadera intención del genio de Stratford upon Avon, descubrir los trucos de la manipulación para el control de las masas estúpidas, que son siempre la base del poder político o del poder que sea. La hermana Sharon Falconer, quizá el personaje más cargado de sinceridad, que está a punto de caer en las garras seductoras del oportunista Elmer, muere como Juana de Arco cuando se incendia la carpa donde se celebra un acto con milagro incluido. La novela de Sinclair Lewis es de 1926, pero lo que cuenta es tan actual como el mundo en que vivimos. A la gente se la sigue conduciendo al paroxismo, a ese schok emocional que se utilizaba en los cursillos para intervenir en sus cerebros y convertirlos en adeptos. Ahora leo Aniquilación, de Michel Houellebecq, y compruebo cómo todo sigue igual, pero utilizando videos falsos que trastocan la verdad con una tecnología sofisticada, en un mundo en el que cada vez nos resulta más difícil distinguir entre la realidad y la ficción. Bruto asegura que no hay ningún hombre que amara a César más que él, pero afirma que amaba a Roma más. Marco dice que no viene a ensalzarlo sino a inhumarlo, y, a continuación enumera todas las bondades que derramó sobre el pueblo. Los dos estremecen a las masas, pero los dos mienten y utilizan los argumentos emocionales de la demagogia. Esto es en Shakespeare, porque lo que hace Sinclair Lewis va más allá y lo relaciona con un negocio podrido en el que está involucrado lo peor de cada casa. Hasta el cielo parece andar en comandita con el dinero fácil. Todo si al final se destina una parte a la construcción de un centro benéfico. Ayer tarde me he reencontrado con Sinclair Lewis de la mano de Richards Brooks. Me ha hecho pensar en estas cosas que hoy vuelco en mi reflexión. Si tienen oportunidad y la ven me gustaría comprobar que coinciden en mi conclusión. Hoy es día 1 de agosto. Espero que no se cumplan los augurios derrotistas de los propagandistas y pasemos un mes pacífico viendo películas como esta.

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