tribuna

De lo indecible

El tiempo pasado siempre es pasado, lo que ocurre es que uno se recrea y otro no. Hay acontecimientos que terminan en el olvido y otros son seleccionados para convertirse en mitos indelebles para retratar a una sociedad, a un pueblo o a una ciudad. Una ciudad es un ser vivo en tanto que está formada por seres vivos; si estos no existieran ella tampoco existiría, sería una imagen muerta, algo que solo sirve para ser interpretado por los arqueólogos. A mí me gustan más los signos de lo vital, sobre todo aquellos vestigios que permanecen en la memoria colectiva antes de convertirse en leyenda. La ignorancia prefiere lo legendario para sublimarlo y elevarlo a la categoría de lo mágico e intocable y para convertirlo en mentira en la mayoría de los casos. Las mentes iluminadas por el atractivo de lo misterioso transforman los túneles del alcantarillado en pasadizos secretos, y a los criaderos de champiñones en escondites de Alí Babá, o en el almacén de armas secretas en guerras que nunca existieron. La realidad es mucho mas divertida pero no llama la atención para salir en un programa de Iker Jiménez. Yo conservo el recuerdo de La Laguna como una ciudad confabulada con la broma y para ello me sirve una fotografía, que debe conservar Gerardo Guerra, de don Domingo Verdugo con su doble e incluso con su triple. Los hermanos Manuel y Domingo Verdugo vivieron en la plaza de Abajo, en la casa donde se dice que lo hizo el padre Anchieta, santo desde que llegó Francisco al papado. Habían nacido en Manila y seguramente de allí trajeron esa magia de las babailanas. Manuel era un excelente poeta y Domingo ejercía su condición de espiritista en el Obispado, donde abrió un expediente por esta causa, ante el notario eclesiástico, don Leopoldo Morales, un gran predicador. Domingo tenía doble personalidad, eso que ahora se llama bipolaridad, y como lo sabía salía a la calle con una cinta azul o amarilla para indicarle a la gente de quién se trataba en ese momento. A veces se volvía invisible, fluídico según decía, y entonces necesitaba de la colaboración del público para corroborar el fenómeno. Una vez le quitaron del bolsillo quinientas pesetas, pero él dijo que no tenían valor porque también estaban fluídicas. Todos decían “¿dónde esta don Domingo?” y él agitaba un periódico diciendo: “Estoy aquí, pero no me pueden ver”. Yo tuve en mis manos algunos de los partes que usaba para comunicar su extraños estados a la oficina del obispado, pero los debo tener extraviados porque no los encuentro. Eran unos impresos a modo de “Saluda” donde relataba los hechos extraordinarios que le ocurrían. Aseguraba que desaparecía a las horas del atardecer y volvía a estar presente cuando se encendía los arcos voltáicos, palabras con las que se refería al alumbrado público. Un día le ocurrió esto al lado de su casa cuando blandía un periódico delante de Agustín Monteverde y Carmita Benítez de Lugo, que estaban enamorando en la ventana del marqués de Celada y no lo veían y seguían con su conversación de novios, como si nada. Esta ciudad me encanta porque era capaz de ponerse de acuerdo para hacer realidad la fantasía de un loco. Hay quien dice que esto es una crueldad y es prestarse a la chanza a costa de la desgracia ajena, pero la simbiosis entre el disparate y la aceptación jocosa del pueblo me parecen una colaboración extraordinaria para mantener en pie a la rareza. Esto es mejor que ver pasadizos para entrar en los conventos y violar a las monjas, o ver nazis aparcando el submarino a la puerta de la iglesia. Sé que esto que cuento no le interesa a nadie, que prefieren una fábula sin comprobar extraída de un cómic, o vestirse con trajes del siglo XVII para recrear una realidad no comprobable y epatar a los visitantes que se quedan con la boca abierta escuchando historias truculentas. De don Domingo doy fe, de lo demás no. Forma parte de la ciudad que conozco y en la que vivo, y de esa historia que no precisa de un cronista para ser verdad, porque, salvando las distancias, sigue siendo igual.

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