tribuna

Dios en agosto

Me gusta divagar. Ir de un sitio a otro, tejer un patchwork con lo que va surgiendo, apresar a las ideas cercándolas con muros para que no se escapen. Así demostró Gödel su teorema de demostrabilidad de los teoremas y así fue comprobada por fin la famosa propuesta de Fermat en el margen de un libro de Diofanto, en el siglo XVI, y corroborado por Andrew Weills, en 1995. Mi amiga Capi Corrales escribió un opúsculo muy interesante comparando este método con la pintura cubista, especialmente con el cuadro “Hombre tocando el clarinete”, de Pablo Picasso. Hace poco me la tropecé en Madrid, entrando a su casa de la calle de Campoamor. Al día siguiente se iba al Escorial a unas jornadas matemáticas. La misma de siempre: pelirroja y pecosa, con un gorro de lana en la cabeza y esa mirada despierta e inquisidora que tienen las personas eternamente curiosas. Esto me hace recordar que el lenguaje, el que sea, es la herramienta de que disponemos para expresar el pensamiento, y que éste, aunque no lo queramos, es la fábrica de las cosas que creemos y además de las que negamos. Quiero decir que aquello que imaginamos, positivo o negativo, pertenece también al mundo real de la naturaleza de la que formamos parte. Nuestros pensamientos también son producto de la voluntad de un creador primero, del big bang, o de cómo se quiera llamarlo. Al final los mismos átomos, las mismas células, los mismos componentes y los mismos neurotransmisores. Hace tiempo que no veo al doctor Mariano Ginovés para hablar de estas cosas. Decía Descartes que existía porque era capaz de pensarlo. Por eso creo que aquello que imaginamos tiene que acabar fatalmente existiendo. Mendeleyev dejó algunos huecos en la tabla periódica que serían ocupados por elementos que fueron descubiertos con posterioridad. ¿Esto quiere decir que no existían hasta que el hombre no comprobó su existencia? No, estaban ahí porque la mente del científico consideró esa previsión, a pesar de no haber tenido constancia de su presencia ante nosotros. Era solo un supuesto teórico que luego fue admitido, cuando otros metieron sus dedos en las llagas, como santo Tomás. Los hombres pensaron en Dios desde el primer momento porque lo necesitaban. Era la garantía de inocencia en los juicios humanos que podían resultar fallidos, y así el reo se iba al otro mundo convencido de que aunque los tribunales lo enviaran a la muerte, había alguien superior que conocía su interior y por tanto disponía de la verdad para hacer justicia. Ese dios es individual, se convierte en colectivo cuando se le hace participar de una operación de proselitismo, como ocurre con tantas cosas en la vida. Sin embargo, esta incorporación a un fenómeno global provoca el nacimiento de un hecho cultural majestuoso. Cuando Jehová le dice a Ezequiel cómo debe construir el templo de Jerusalén está exigiendo tener una residencia entre nosotros, algo poco verosímil si tenemos en cuenta que es omnipresente, pero de paso está inaugurando una manifestación sublime del intelecto que se llama Arquitectura. A partir de ahí se elevan construcciones colosales para que el dios pueda ser adorado colectivamente. Dios es una idea necesaria que no precisa de ritos ni de imágenes ni de templos. Está en nuestro pensamiento y esa es la corroboración principal de su verosimilitud. Los agnósticos confunden la parafernalia de su exhibición con el convencimiento íntimo, por eso son igual de intolerantes que los fanatizados con la fe imbuida por los sacerdotes que dirigen a las masas. Para ellos es fácil desmontar la idea de confiar en lo sobrenatural que nos aporte algo de seguridad en la incertidumbre de la vida. Disponen de la evidencia de la invisibilidad para negarlo y por eso nos llaman tontos a los demás. Les pasa a todos los que creen tener a la verdad en el bolsillo. A los creyentes inducidos también. Si Dios no existiera habría que inventarlo, como se inventan tantas cosas en las que creemos a pies juntillas y no las necesitamos para nada. Dios es la música, el numen que me hace escribir y todo aquello que me aparta de la inquietud de sentirme solo e indefenso. Esto pienso en este agosto que se enfría poco a poco gracias al alisio, aunque también debería hacerlo en ese otoño de desnudez donde los árboles cambian de vestido, en ese invierno de recogimiento y frío o en esa primavera de renacer, cuando se abren las flores, las semillas enloquecen y los animales se aprestan para aparearse. En el fondo se trata de un tema de humildad.

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