tribuna

Guerra y gerontocracia

António Guterres no es cualquier ciudadano ni la información que maneja está al alcance de todos. Es el hombre mejor informado del mundo. El secretario general de la ONU es alguien a quien deberíamos prestar atención, la suya es la opinión más autorizada en estos momentos. En las horas más criticas que se recuerdan en siete décadas de paz, el ex primer ministro portugués, pequeño de estatura pero un gigante moral en la sequía de liderazgo que padecemos, dirige metafóricamente desde 2017 lo más parecido a un gobierno mundial, el mayor think tank del planeta.

En los últimos meses he seguido sus pasos, mitad papa, mitad gurú, pidiendo que callen las armas en dos guerras, contra Ucrania y contra la naturaleza en las conferencias de Lisboa o Estocolmo, en los suburbios de Borodyanka y Bucha, y sentado frente a frente en la famosa mesa-estadio con Putin en Moscú. “Si se utilizan armas nucleares, ya no habrá ONU capaz de responder, porque todos no estaríamos aquí”, se duele.
Estos días no dan tregua al estrés de los acontecimientos. Atentan contra Salman Rushdie, condenado por la fatwa de Jomeini, que quedó en la noche de los tiempos, hace más de 30 años. El díscolo Trump agita la hoguera, excita a sus seguidores y se expone a delitos de cárcel por haber sustraído documentos secretos. Lo de Nancy Pelosi tensando la cuerda con China en Taiwán sucedió la semana pasada, pero ya es un incidente arrasado por el tiempo. Guterres usa pocas palabras, es escueto y premonitorio: no le gusta este descarrilamiento de la historia que vivimos en tiempo real. ¿Qué pasará mañana? ¿Qué nos aguarda? ¿Queda algún optimista ahí fuera?

Vuelan misiles como perseidas sobre una parte de Europa y nos hemos habituado al cabo de medio año. Es cierto que en circunstancias normales no dormiríamos tranquilos. Guterres dice que estamos a un tris de una equivocación para una desgracia colectiva. Hace tiempo que vivimos en un thriller permanente. Guterres, ahora mismo, es el único dirigente del mundo que habla como si tuviera los pies sobre la tierra.
La realidad se ha puesto el casco y todo adquiere forma de guerra: energética, económica, alimentaria … y política. La conducta de los políticos es beligerante. Hay una emergencia mediática que les exige proferir catástrofes, extremar el mensaje y alimentar la ira, hacer del discurso público un escaparate de violencia verbal. En España es inevitable la colisión de trenes entre Gobiernos y oposición cada mañana. La bocanada de fuego que sale de la boca de Trump cuando invoca el apocalipsis de su país o deplora al FBI por registrarle la mansión de Mar-a-Lago se proyecta como un bufido del infierno a todo el orbe político mundial. Acuñó un estilo bronquista ya en la Casa Blanca y se ha extendido por las venas de la democracia a riesgo de trombosarse fundando un nuevo género político, a modo de epidemia.

Ahora entendemos los efectos universales de cualquier patógeno. Se ha hecho corriente elevar el tono, disparar alto, seducir mediante el miedo. Inocentemente, en el PP reconocen estos días que han exacerbado su oposición al Gobierno, con el horror sobre el ahorro energético, para capitalizar el descontento en los bares por la inflación y el precio de la luz, antes de que lo haga Vox. La insumisión energética, desoyendo el consenso de Europa ante las consecuencias de la guerra en Ucrania, es trumpismo de uso corriente. Ayuso sintoniza con esa deriva, que cala en la ultraderecha europea y que está a punto de llevar al poder a Giorgia Meloni, tácticamente distanciada ahora del fascismo para calmar las aguas de Bruselas a las puertas de ganar las elecciones el próximo mes.

Las manos

La gerontocracia actual no ayuda. En la misma Italia, la simbólica senadora Emma Bonino reaparece en las vísperas electorales, con 74 años, como una tierna abuela benefactora, cuando el foco de su país ya desempolva la foto sepia de Mussolini. España no está lejos de una simbiosis semejante con respecto a Franco si el malestar de los hogares españoles y el posible eco fascista de Roma da alas a Vox, como sospechan los asesores de Feijóo.

La edad no perdona a los guerreros. Las manos de Biden le traicionan. Llegó a la Casa Blanca con 78 años y la pandemia y la dupla Putin-Jinping, más el fantasma nuclear que quita el sueño a Guterres, le han pasado factura. Sus manos hablan por él. En abril saludó al vacío tras un discurso en Carolina del Norte. Tres meses después, en Israel, dio otro apretón a la nada. Y este martes, en la Casa Blanca, se quedó con la mano extendida, cuando nadie lo saludaba, y la mirada perdida. No es una buena noticia cuando la “humanidad juega con un arma cargada”, como alerta el secretario general de la ONU. Se ha especulado con el cáncer de Putin, desmentido por la CIA (“Por lo que puedo decir, su salud es demasiado buena”, afirmó en julio el jefe de la Agencia Central de Inteligencia, William Burns). O con la muerte repentina de Kim Jong-un, que acaba de superar la COVID y lanza un bramido tras otro. Una generación de dictadores, aparentemente saludables, se está haciendo con las riendas del monstruo que han engendrado.

Dos de las grandes potencias, China y Rusia, en su versión más autoritaria y expansionista, viven una luna de miel con más armas nucleares que nunca, enfrentadas al imperio americano en las manos confusas de Biden. El hombre que teme por los demás se lleva las manos a la cabeza. El cambio climático y las armas nucleares superan nuestro stock de amenazas reales. “Y solo tenemos una Tierra”, se lamenta Guterres, que recuerda que necesitaríamos tres y añade que hay más de 13.000 armas atómicas actualmente en este planeta: “Apenas un malentendido o un fallo de cálculo nos separan del apocalipsis”. Como viene reiterando, es inaceptable que los Estados que poseen armas nucleares admitan la posibilidad de usarlas: “Mi mensaje para ellos es sencillo: retiren la opción nuclear de la mesa para siempre”.

Guterres no es el papa, aunque su exhortación en forma de motu propio, alzando la voz con vehemencia, en mitad de esta noche oscura del alma por la que atraviesa el mundo en 2022, recuerda, de paso, que el auténtico pontífice, Francisco, ha hablado como Jorge Mario Bergoglio (y como Ratzinger en 2013) y ha dado también señales de alerta de su deterioro físico, con 85 años, obligado a desplazarse en silla de ruedas. A su regreso de Canadá, dejó hace días la puerta entreabierta de la renuncia: “Hasta hoy no he llamado a esa puerta, no he dicho: ‘Voy a entrar en esta habitación’. Pero eso no significa que pasado mañana no empiece a pensar en ello”.

Lo cierto es que si al mundo lo dividen las fuerzas del bien y del mal, ahora mismo adolece de síntomas preocupantes de salud entre quienes gobiernan en nombre de Dios y de Occidente. Es la hora de Fausto, otra vez, si Guterres (73 años) no lo remedia.

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