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La inmortalidad de Salman Rushdie

“Yo no tengo espíritu de mártir”, respondió Salman entre risas. “Solo soy un escritor. ¿Para qué quiere tanto revuelo por un escritor?” Pues bien, se equivocaba. Esos asesinos no se rinden jamás
La inmortalidad de Salman Rushdie
Bernard-Henri Lévy y Salman Rushdie. DA

Los amigos de Rushdie, sus lectores, incluso él mismo, habían acabado por no pensar en la fetua. Él llevaba, en Nueva York, una vida casi normal. Con el paso de los años, apenas contaba con una seguridad discreta, casi invisible. Aún recuerdo el día que el recién elegido presidente Emmanuel Macron nos recibía en torno a un café y se sorprendía de que tuviera tan poca protección. “Yo no tengo espíritu de mártir”, respondió Salman entre risas. “Solo soy un escritor. ¿Para qué quiere tanto revuelo por un escritor?” Pues bien, se equivocaba. Esos asesinos no se rinden jamás.

Uno puede subestimarlos, olvidarse de los cazarrecompensas o de los locos que la Historia le pone en los talones, pero esa jauría, en cambio, no se olvidará de uno. Sin duda, eso es lo que entendió mi amigo durante unos segundos de desconcierto, antes de perder el sentido, cuando vio que, igual que a Samuel Paty, el padre Jacques Hamel o Daniel Pearl, querían decapitarlo.

Ahora se debate contra la muerte. Sobre el mundo se extiende un viento de horror y miedo. Lo único que yo puedo hacer es esperar, aguardar las noticias escasas que se filtran del hospital UPMC Hamot, en Erie (Pensilvania), donde lo han trasladado en helicóptero, y dejar que se me presenten los recuerdos de los treinta y tres años que han pasado desde que el ayatolá Jomeini pronunció una condena a muerte pública contra él. Como aquella asamblea del Consejo Nórdico en Helsinki, en octubre de 1992, en la que decidí en secreto, junto a Gabi Gleishmann, compartir con él mi tiempo de intervención. Él irrumpe en el estrado junto a mí. El público, asombrado, contiene el aliento. Les parece ver un fantasma, un condenado a muerte fugitivo, una Máscara de hierro huida de una Bastilla mundial. Y entonces toma la palabra. Le sonríen los ojos, tan singulares, en forma de media luna, con la pupila tan grande que le ocupa el blanco de la mirada. Improvisa un monólogo brillante sobre el arte y el poder de la novela. Afirma que, entre su vida y su obra, siempre elegirá su obra. Y recibe una ovación. O ese otro viaje a Niza. Air Inter ha reservado la primera fila. Él embarca en el último momento con su personal de seguridad, justo antes del cierre de puertas y después de que ya hubiéramos visto en la pista un misterioso ir y venir de policías, coches de servicio y luces giratorias.

También ese otro cobarde. La mala fortuna quiso que, en esa ocasión, se tratara del ministro de Asuntos Exteriores francés. Se llamaba Roland Dumas. La Règle du Jeu, mi revista y la de Salman Rushdie, la que con él y otros tantos habíamos fundado en 1990, lo había invitado a él, a Rushdie, a venir a reunirse con sus amigos parisinos. Pero el ministro se comportó de forma vil.

Dictaminó que él, ciudadano europeo, necesitaba un visado para entrar en Francia. Y le negó dicho visado porque no estaba en condiciones de garantizar su seguridad. Su compañero Jack Lang, ministro de Cultura, se manifestó en contra. Mi amigo François Pinault se ofreció a enviar un avión y facilitar las protecciones necesarias. François Mitterrand zanjó la cuestión. Y la Francia del tráfico y de la venta de armas claudicó ante el espíritu de Voltaire. Bienvenido, señor Rushdie.

Otro más. El príncipe Carlos. Los mismos años. Un desayuno en la Embajada del Reino Unido de París. “Rushdie no es un gran escritor”, protestó el príncipe, a quien le había preguntado qué pensaba del asunto. Y continuó: “Su protección le sale cara a la Corona inglesa”. Otro amigo de Salman, Martin Amis, añadió: “Es aun más caro proteger al príncipe de Gales que, hasta donde sabemos, no ha publicado nada interesante”. Y la prensa, los tabloides y la opinión se posicionaron, sin que sirviera de precedente, del lado del escritor .

Recuerdo cuando el periódico Le Monde me envió a Londres, más o menos en la misma época, a hacer un reportaje sobre la vida diaria del escritor más aislado del mundo. Desayunamos en Scott’s. Caminamos por Mayfair. Pasamos delante del palacio de Kensington, adonde me confiesa que se apresuró, como tantos otros londinenses, el día que murió la princesa Diana. Vamos a la Portrait Gallery a ver una exposición de los retratos de escritores de Henri Cartier-Bresson. La gente lo aborda: “¿Es usted Salman Rushdie? – I hope so, I do my best…”. Ese día se afana en hacer como si no tuviera esa espada de Damocles sobre la cabeza. Se ejercita en la libertad y la vida normal como otros se ejercitan para ponerse en forma. Tras mi partida, por desgracia, regresó a su prisión sin muros.

El Viaje Frustrado

Me acuerdo también del viaje que planeábamos a Sarajevo. El presidente Izetbegovic había aceptado la idea. Salman lo estaba deseando. Lejos de ser el islamófobo que describen los canallas y los cretinos, ¿no era acaso amigo de un islam moderado y defensor de un Corán que, igual que en Sarajevo, lucha por los valores ilustrados? Un tal Butros Butros-Ghali, por entonces secretario general de las Naciones Unidas y caído en el basurero de la Historia, se opuso mediante pretextos falaces. Hubo que darlo por perdido.

Recuerdo una conversación que tuvimos en una Feria del Libro de Londres, donde expresó la nostalgia que sentía, precisamente, por el islam de su niñez en la India. “El gran pensamiento musulmán”, explicaba, “era abierto de mente”. Y continuaba: “Cuando pienso en los tiempos de mis abuelos o mis padres, creo que el islam era cosmopolita, planteaba preguntas y debates; estaba vivo”.

Salman es hijo de ese islam. Resulta evidente que él no tiene nada en contra de la blasfemia, porque el derecho a esta, según su punto de vista, es indisociable de la libertad de expresión y de pensamiento; pero, a pesar de ello, yo no creo que él haya blasfemado nunca, sea lo que sea eso. Rememoro una conversación en París, en la radio judía RCJ, en la que se preguntaba cómo habría sido su fetua de no haberse pronunciado en los tiempos del fax, sino en los de las redes sociales. “Basta con un tuit”, decía, “para conmocionar el mundo. Basta con cinco minutos de YouTube para provocar manifestaciones por todas partes al mismo tiempo. Si mi fetua se hubiera dado en la era de internet, ¿habría sido fatal para mí? No lo sé”. Ahora ya lo sabe, por desgracia.

Este escritor castigado por haber firmado, hace treinta años, textos libres y liberadores se merece una reparación. Este acto de terror absoluto que, más allá de su cuerpo apuñalado y de sus libros, es una amenaza que se cierne sobre todos los libros y todas las palabras del mundo exige una respuesta impactante.

Los Estados optarán por la suya. La comunidad internacional deberá también comunicarles a los instigadores del crimen que hay un antes y un después del nuevo asuntoSalman Rushdie. Pero sus amigos, sus compañeros, aquellos cuya opinión cuenta un poco y la prensa tienen entre manos una decisión. Hacer que se le conceda al autor de Los versos satánicos la distinción más elevada del mundo de la escritura. Hacer que en nombre de todos los suyos y en su propio nombre, se le entregue este año el Premio Nobel de Literatura. No creo que ningún otro escritor tenga la arrogancia de creer que lo merece más. La campaña comienza ahora.

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