tribuna

Atardecer porteño

Argentina es un país que me queda lejos y a la vez siento tan cercano. No puedo decir que no me vea atraído por su cultura y por su música, pero, al mismo tiempo, hay cosas que no acabo de asimilar. Una de ellas es el peronismo: esa especie de híbrido entre el fascismo caduco y el populismo de la izquierda más actual. Si me dijeran en qué lugar debería situarlo ahora, les prometo que no sabría donde hacerlo. Sufro la tentación de asimilarlo con Gardel y el tango, con Mercedes Sosa y su protesta de bombo, con las sentencias pamperas del Martín Fierro, con una fantasía de Borges y Adolfo Bioy Casares, con una visión histórica de Ernesto Sábato, con un maravilloso cuento de Julio Cortázar, con un verso de Evaristo Carriego, con las andanzas de un cadáver embalsamado de Tomás Eloy Martínez, con el recuerdo desgraciado de Alfonsina Storni, con la bota despiadada de un general autoritario, con un buen asado hablando de Piazzola y Aníbal Troilo, con el caballo de San Martín o con los perfumes de carnaval de Peteco Carabajal, bailando una zamba al pie de un algarrobo añoso. No es ninguna de estas cosas, pero siento que es todas a la vez, a pesar de que me deje muchas en el tintero. Los argentinos son muy dados a la amistad y yo tengo la suerte de tener grandes amigos de ese país: músicos, escritores, arquitectos, médicos o simplemente conversadores. Yo soy un conversador nato, eso se me nota en mi forma de escribir, que siempre parece que tengo a un interlocutor delante. Eso nos pasa a los que hablamos mucho y no tenemos con quien hacerlo. En los últimos días se me ha representado una imagen familiar relacionada con la muerte, o con su simulación, o con una supuesta intentona fallida de que se produzca. Alguien le saca una pistola a Cristina Fernández de Kirchner y se le encasquilla sin que haya mayor aparatosidad en la escena. Al día siguiente las calles se llenan de protesta por un cadáver que no existe. En ese país se suelen organizar largos pleitos por los cadáveres. Parece que hay una intención fetichista por conservarlos y poseerlos en exclusiva. Recuerdo la descripción que hace Sábato del traslado del cuerpo muerto del general Juan Galo de Lavalle por las quebradas, mientras se va descomponiendo por el calor, en su libro “Sobre héroes y tumbas”. También el largo debate por recuperar los restos de Carlitos Gardel, y más tarde el periplo enrevesado de Juan Domingo Perón, incluyendo su estancia en Madrid al amparo del general Franco donde conserva a Evita incorrupta como el símbolo más importante para su regreso triunfal. A partir de ese momento los argentinos no han podido quitarse de encima al justicialismo, ya sea encarnado en una cabaretera o en un brujo quiromántico. Les prometo que no lo entiendo, a menos que ese componente fanático escondido en el corazón del pueblo sea más fuerte que cualquier otra solución ideológica. Siempre hay que andar con un cadáver a cuestas y hasta las madres de mayo cargaban con los suyos como si fueran una premonición de la memoria histórica bajo sus pañuelos blancos. Mi amiga Daniela Benítez, que es arquitecto, me envía fotografías de hermosos edificios de Buenos Aires y yo pienso que en esa ciudad se alberga algo más que el resuello de los grasitas enloquecidos que aclamaban a Eva Duarte cuando salía al balcón. Una ciudad es también sus monumentos, su huella arquitectónica que intenta fundirse con la forma de ser de sus ciudadanos. Por eso pienso que no toda Argentina es así, que no toda Argentina se ha echado a la calle por el disparo fallido a una política que ahora está en entredicho. Debe haber algo más. Me quedo con el rezongo del fuelle del Pichuco, o con las voces ya cascadas de Roberto Goyeneche o de Edmundo Rivero. Me sirven una página de Borges o de Cortázar, un tango hablando del amor frente a un velador o del desengaño frustrante de perder las apuestas en el turf, una navaja entre dos gauchos jugando al truco detrás de una esquina rosada, un patio por donde el cielo se derrama en la casa, una casa de Belgrano donde las vidas de los hombres arden como lámparas, todo menos un pueblo enervado que anda enloquecido por las calles clamando venganza por quien no la merece.

TE PUEDE INTERESAR