por quÉ no me callo

El espejo de Samarcanda

Es posible que la paz de esta guerra haya empezado a cocinarse en Samarcanda, en la cita de Putin y Xi Jinping, o, por el contrario, haya sido la espoleta de otra clase de final, impredecible, con el ruso echado al monte. En esa misma cumbre de la OCS de Shanghái, el primer ministro de India, Narendra Modi, dijo algo que descorazonó al invasor: “No es momento para una guerra”. El presidente chino Jinping hizo “preguntas” y mostró “preocupaciones” sobre un conflicto que se prolonga más de la cuenta y en el que Rusia no progresa, sino retrocede; después Pekín pidió el alto el fuego que retumba como una traición en los salones de mesas kilométricas del Kremlin. La soledad de Putin es ahora manifiesta en todo cuanto dice y hace desde ese encuentro fallido de Uzbekistan, en la mítica Samarcanda, una de las ciudades más antiguas del mundo habitadas, que Alejandro Magno conquistó después de una resistencia numantina como la ucraniana.

Hoy llueve en las Islas por los cuatro costados. Llueve sobre mojado. Nos hemos acostumbrado a vernos en esta tesitura, adscritos a las situaciones más desfavorables. Y en cierta manera, eso nos ha endurecido, en una especie de politraumatismo de guerras en la economía, la pandemia, cuando no un volcán o una tormenta. Continuamente nos hacemos el harakiri derrotista de que iremos a peor. Decimos, ves, ahora encima viene un ciclón. Y acto seguido, nos imaginamos el escenario más negro, hacemos memoria: 2002, la riada y 8 muertos, y 2005, el Delta y 7 muertos. No ganamos para disgustos.

Pero los gobernantes tienen la obligación de no amilanarse. Suyo es el deber de adoptar las medidas paliativas y de transmitir el discurso de la solución. En Perú, en 2007, viví un terremoto de 8 grados en la escala de Richter, con un coste elevado de vidas humanas y una destrucción dantesca. En medio de la hecatombe y los continuos remezones, el presidente Alan García nos consolaba con un mensaje disuasorio de manual que resultaba tan convincente. Aquel hombre que era un gigante físicamente, de casi dos metros y más de 100 kilos de peso, tenía el don de la palabra y parecía férreo y seguro de sí mismo: “No desesperen, los expertos me aseguran que no va a haber otro terremoto”, decía sin parpadear, y yo lo escuchaba extasiado, porque hipnotizaba cuando hablaba, aunque todo se moviera y las lámparas se tambalearan en el techo con las continuas réplicas. El hombre dueño de tanto aplomo, años después, recibió una visita en su casa de Lima, y pidió subir a su habitación a cambiarse de ropa. Fue al despacho y se pegó un tiro en la cabeza. La policía había ido a detenerle en relación con el caso de corrupción Odebrecht. El mismo que aquella vez había mandado callar a Poseidón, el dios de los terremotos, no soportó la idea de que el peso de la ley abriera la tierra bajo sus pies.

Los gobernantes no suelen mirarse en el espejo y contemplar su situación real. Todo el tiempo lo evitan. Al parecer, China e India le dijeron a Putin en Samarcanda, escala legendaria de la Ruta de la Seda, hasta aquí hemos llegado. Y con la rabieta, el pequeño zar enfurecido no ha dejado de refunfuñar. El reclutamiento de jóvenes con penas carcelarias, los referéndums exprés para anexionarse el Donbás y otros territorios ocupados y la amenaza de declarar a Occidente una guerra nuclear (“no es un farol”, asestó en el discurso televisado tras el fiasco con sus aliados) son las pataletas del Putin que habita debajo de la máscara fría de exagente del KGB. El hombre que, dentro de 12 días, el 7 de octubre cumplirá 70 años, no es de acero ni su ejército es el segundo más poderoso del mundo. Las tropas seudoguerrilleras de Zelenski, una especie de Che Guevara de Europa desafiando al imperio con camiseta caqui, lo han puesto delante del espejo, con 6.300 ojivas nucleares, pero solo.

En esta acrobacia de sucesos peligrosos, le hemos perdido respeto a la vida y su opuesta. Hace hoy 30 años moría César Manrique en su coche tras ser arrollado por un vehículo todoterreno a la salida su fundación en Taíche (Teguise). “La magnífica evasión de la muerte”, decía el artista planetario que quería salvar el mundo desde una isla. Ese día, que era viernes, quizás arrancaron todas estas fatalidades. César Vallejo decía en piedra negra sobre una piedra blanca que moriría en París en un aguacero y sería jueves y serían testigos la soledad, la lluvia y los caminos. Hoy, que es un día pasado por aguas rabiosas, viene a visitarnos, 30 años después, este recuerdo de Manrique y de Vallejo, muerto hace más de 80 años, peruano como Alan García.

Si César, 30 años después de su muerte, se asoma, un día de tormenta como hoy, a un mirador suyo en el cielo, verá a Putin delante del espejo, tras dejarlo solo India y China, con el dedo apuntándose a la cabeza. Pues hemos arribado a la última orilla, la amenaza de una guerra nuclear, a sabiendas de que el primer misil activará todos los silos nucleares del mundo. “Una guerra nuclear no puede ganarse y nunca tiene que lucharse”, respondió Biden en la asamblea general de la ONU a la maldición de Putin de la rosa de los vientos contra Occidente, sintiéndose inmortal.

Ahora esperamos el desenlace de la guerra, como el milagro de una resurrección. Es inevitable recordar el poema de Vallejo: “Al fin de la batalla,/ y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/ y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo…” Siguieron pasando millones de personas con el mismo ruego, sin éxito. Hasta que “todos los hombres de la tierra 
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;/ incorporóse lentamente,/
abrazó al primer hombre; echóse a andar…”

Solo resta saber si Putin, tras mirarse en el espejo, cumple su amenaza de pulsar el botón innombrable o usa el dedo justiciero como el paisano de Vallejo para evitar que la tierra se lo trague en medio de tanta soledad.

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