La reina ha muerto, pero aquí no cabe decir viva el rey inmediatamente. Hay que esperar un tiempo hasta que se diluya, de forma natural, un recuerdo muy difícil de borrar. La muerte de la reina Isabel ha actuado como un fortalecimiento de la monarquía, de la británica y de todas, porque al mundo se le ha ido su reina, la que representaba a todas las demás, la decana e incombustible que estaba en todas las tazas, en todos los platos, en todas las cucharillas y en todas las latas de galletas. Sin embargo, todo este merchandising no era nada importante comparado con el símbolo de identificación que engarzaba a su figura con todo un engranaje constitucional, la clave de la unidad en torno a un sentimiento de país profundamente entroncado con su historia y enamorado de su tradición. La reina era la reina del mundo, la que representaba un imperio de cultura y de lengua que no sabe de razas ni de geografías. En este sentido nos parecemos tanto que en la comparación parece fortalecerse nuestra vocación monárquica que instaura a Cervantes en el planeta con la misma intensidad con que las naves de su majestad británica instalan a Shakespeare. Los dos posos culturales más importantes del ámbito moderno, herederos de Julio César y de la vieja Atenas. Me ha dado la impresión de que también algo mío se iba con esa Isabel que se consumía poco a poco, adivinándola dentro de su vestido y bajo su sombrero, todo ello como una exhibición de colorines para hacer divertido a lo que tiene que aparentar la severidad de la majestad. Yo tenía 11 años cuando fue coronada y recuerdo ver la película en el cine. Ya mi padre había muerto y éramos casi autónomos para ir al Teatro Leal a verla desfilar en la carroza, y asombrarnos con la ceremonia en Wesminster Abbey. Era un technicolor muy primitivo, pero para mí tenía todo el esplendor que en aquel momento era capaz de imaginar. Luego la seguí viendo. Toda una vida a la sombra de Isabel, en las carreras de caballos, en las vacaciones en Windsor y en Balmoral, en las recepciones en Buckingham palace, siempre escuchando a los nostálgicos republicanos ridiculizándola, como si así fueran a equipararse en sus posibilidades de triunfo. Ahora también, pero, al menos por un día, las televisiones se llenarán de gente colocando flores y velas en las calles. Las inglesas lo hacen de una forma muy parsimoniosa. Avanzan despacio y con extremo respeto para depositar el ramo. Después se retiran sin dar la espalda, suavemente, no vayan a despertar a alguien. Al menos por hoy, los disidentes están callados. Ya tendrán tiempo de volver a los chistes de Carlos y Camila cuando pase un tiempo. Las televisiones se llenan de expertos en casa reales que vienen a repetirnos eso que ya sabemos de siempre. Los de la moda hablarán de sus peinados, de sus tocados y sus abrigos; los más cercanos contarán una anécdota que solo ellos conocen, de una vez que fueron a ver el cambio de la guardia. En unos días se acabará todo y alguien la acusará de abusar de los indios y de los negros. A cambio, todos ellos hablan en inglés, igual que los del otro lado del Atlántico hablan español. Harán fiestas ridículas y algunos llevarán a los plenos de sus instituciones acuerdos para reprobarla, pero lo que no serán capaces de medir es el inmenso poder de seducción que une a los pueblos con sus símbolos, cómo la gente, desde el más poderoso hasta el representante de la clase más sencilla, se sentirá identificada con una reina que no es la suya, y a la que hubieran deseado tener. Es todo lo que se me ocurre en la despedida de una persona enorme escondida en una figura de pequeña estatura, que era más grande a medida que menguaba.
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