tribuna

Javier Marías

Muere Javier Marías. Tenía 70 años. He leído todos sus libros y he visto cómo el tiempo fabricaba un escritor indiscutible, algo realmente difícil en este mundo de competencias, de envidias y de desamores. Seguía también sus espléndidos artículos en el Dominical y admiraba su independencia para evitar caer en los tópicos de lo políticamente correcto. En ese territorio se la juegan de verdad los auténticos escritores, los que son capaces de desprenderse de la estopa y de la vaselina para decir lo que piensan. En este ambiente frecuentado por el servilismo es muy de agradecer que haya gente así y que, a pesar de ello, sea capaz de sobrevivir y ganarse el respeto de todos. He tenido en casa desde niño un libro de su padre: El tema del hombre, un recorrido intencionado por la historia de la Filosofía de aquel que fue alumno aventajado de Zubiri y de Ortega. Pero Javier no escribía sobre su padre. A quien aludía era a su tío Jesús Franco. Por eso había en todas sus novelas una tímida estructura cinematográfica, como un homenaje al séptimo arte desde sus aspectos más íntimos e internos. Leyéndolo descubrí cómo Jack Palance, el indio malo de las películas, era una persona extremadamente bondadosa. Al fin y al cabo la ficción es un desdoblamiento de la personalidad por el que se asumen papeles contradictorios en la vida. Me hizo vivir sus experiencias universitarias en Oxford, con el refinamiento cultural de los doctorandos de lujo. Últimamente me recreaba con el ambiente de los servicios secretos, antes de que se pusieran de moda las memorias de los antiguos responsables del Cesid. En esto fue editorialmente premonitorio. Es un escritor que ha llenado los últimos años de nuestras vidas, de las de sus contemporáneos, de las de los más jóvenes que él y de las de gente como yo que somos diez años mayores, aunque eso no sea una ventaja, sino todo lo contrario. Creo que por ser tan extenso y tan amplio nadie se acordará de reclamar una plaza o una calle en una ciudad de España. No la voy a pedir porque no me escucharán. Hace poco lo hice con Joan Margarit y no me hicieron puñetero caso. En el fondo los escritores somos todos los escritores, porque nos pasamos la vida leyéndonos unos a otros, así que la falta de uno de ellos, en este caso de Javier, es como si me amputaran un brazo. Pero esto que acabo de decir no es completamente verdad. No somos todos. Solo somos algunos a los que seleccionamos para imitarlos. En el fondo formamos parte de una cadena por la que nos hacemos recomendaciones desde el origen de los tiempos. Por eso sabemos que hay que leer a Herman Melville o a Dumas, a Balzac o a Flaubert. En fin, a todos los tópicos necesarios para situarnos en el lugar adecuado de eso que llaman literatura. Yo tengo un estante lleno con sus libros. Algunos las releo y encuentro en ellos cosas sorprendentes, porque la intención de un escritor es seducir a su lector y llevárselo al huerto de sus palabras y sus frases. Provocar hacerlo partícipe de su lenguaje narrativo contando historias que nos resulten familiares a los dos y a veces hasta inverosímiles. Esta tarde he visto en internet la noticia de su muerte. Me ha entristecido. Luego he bajado a la biblioteca y he comprobado cómo permanecen todas sus novelas en el estante. Todavía estás ahí, me he dicho, y después me he sentado en el ordenador para escribir esto y que nadie se me adelante. Las reacciones hay que atraparlas en caliente. Es la única manera de exprimirlas para obtener un resultado aceptable. Sin sacarina y sin nada.

TE PUEDE INTERESAR