Parece que a la literatura no le queda más remedio que recurrir a Homero. Hayan pasado los años que hayan pasado, no nos podemos quitar de encima a Ulises, a su viaje por la vida y a la guerra de Troya, donde se dan cita todos los personajes que son. Luego está Shakespeare y Cervantes, y Ovidio recorriendo el mundo de los sentidos y Dante volviendo a esa matraquilla de los infiernos y los cielos, como los griegos antiguos subidos fatalmente a la barca de Caronte. Hace unos días leí una reseña en La Vanguardia en la que se decía que Obama y Bill Gates recomendaban la novela de Amor Towles, cuya versión en español salió el pasado día uno de septiembre. Ante estos avales que, dicho sea de paso, no me merecen demasiada confianza, me dispuse a comprarla y en dos jornadas ya la tengo casi terminada. No se puede decir eso de que no la puedes dejar. Casi siempre abandono aquello que no puedo abandonar porque en mí hay una resistencia a dejarme atrapar por el tópico, o, en este caso, por lo que podría convertirse en una adicción. Pretendo disfrutar con otros aspectos de la lectura que no sean el someterme voluntariamente a las trampas seductoras del autor. En el fondo se trata siempre de la mismo: un recorrido por la existencia con la pretensión de no dejarse nada atrás, de abarcarlo todo. Yo lo resumiría en el empeño de encontrarnos con nosotros mismos, buscando en los libros un espejo para reconocernos. Si no, no tendría sentido tanto esfuerzo. La escritura es una corroboración de nuestro carácter divino, esa estúpida obsesión por sentirnos partícipes de un acto de creación, creernos los dueños de algo tan ficticio como la libertad. Los hombres necesitamos de estas oportunidades para mantener la esperanza de que somos algo más que un amasijo de biología mal ordenada. Este libro del que les hablo se llama “La autopista Lincoln” y es, como no, la historia del viaje de siempre, con todos los avatares mezclados de las miserias y las grandezas, de la inocencia y la bondad intentando supervivir frente a los intereses rastreros que provoca la supervivencia del sálvese quien pueda. Son jóvenes que salen de un correccional en una fuga hacia el futuro para intentar construir una realidad asfixiada por la fantasía. Ahora que lo pienso, se trata de la fuga en su concepto estrictamente musical: una persecución constante, como las paralelas en la perspectiva caballera, en busca de ese punto asintótico donde nunca terminarán confluyendo aunque nos lo parezca. Zenón de Elea inventó una paradoja en la que Aquiles, el héroe más rápido, es incapaz de alcanzar a la tortuga, el animal más lento, y en esta propuesta que no puede sobrepasarse crea espacios inverosímiles desmenuzando al tiempo para aplazar la llegada del final. Este es el objeto también de la literatura, alargar lo infinitesimal como si el transcurso se pudiera dividir en partículas más pequeñas que aquellas a las que consideramos elementales. La autopista Lincoln atraviesa los EE.UU. de Este a Oeste, y conecta dos mundos de progreso diferentes, dejando en medio esa condición profunda de la que el hombre le cuesta tanto desprenderse. Una tradición obsoleta y necesaria ,a la vez, que nos vincula a la vulgaridad de la tierra, como una dependencia inevitable. En ocasiones hay poesía y el romanticismo del desorden de subirse a un tren de mercancías, convirtiéndonos en heraldos de la libertad marginal. Como William Holden en Picnic. ¿Por qué Obama y Gates recomiendan esta novela? Quizá porque representan al ideal norteamericano que todavía sigue latiendo, a pesar de tanto recién llegado a Harward, o a una de sus infinitas sucursales que tienden sus tentáculos para avalar la fama de los oportunistas. Puede ser que en este aparente localismo de un pueblo de Nebraska se encuentre la esencia de algo que todavía sea exportable al mundo, como integrante del invernadero de los valores de toda la vida, pero enseguida descubro que hay que recurrir a otros aspectos de la cultura para expresar lo real, y esa sociedad que pretende abanderar al mundo no es otra cosa que el reflejo de un antiguo viaje por el Mediterráneo, o la historia de un Otelo envenenado por los celos, o un Macbeth ambicioso, o un Hamlet preguntándose, igual que Sócrates, si la muerte puede confundirse con un sueño, o quizá una vuelta al mundo por los alrededores de su casa de un hidalgo pobre sobre un caballo escuálido que no puede llevarlo más lejos de donde lo hace su imaginación. Esta novela de Towles está escrita dentro de esa tradición universal de los Ulises, aunque Joyce se atreva a hacer lo mismo con unos personajes que no salen de un barrio de Dublín. Si la leen con atención estoy seguro de que les entusiasmará.