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Ola monárquica

Todos los analfabetos funcionales que pueblan las tertulias radiofónicas y televisivas de España se han vuelto monárquicos. Y también especialistas en casas reales. Hasta los podemitas más perversos hablan y ponderan con entusiasmo inusitado a la fallecida reina de Inglaterra, que lo mejor que hizo fue morirse, con sus 97 años ya vividos, para darle –post mortem- empaque a la monarquía parlamentaria y golpear en los besos a los mequetrefes. Todo el mundo es ahora monárquico, pero para obrarse el milagro tenía que desaparecer la reina de reinas, que logró mantener una institución tan plural, anacrónica, rentable y respetuosa –y útil– como la Commonwealth. Ni siquiera ha rechistado Nueva Zelanda, cuya primera ministra está tan despistada que admira al iletrado nuestro. En fin, que el mundo vive una ola monárquica, que es el último favor que le ha hecho la fallecida reina a las monarquías parlamentarias. Saben ustedes que yo sostengo que son los regímenes que mejor funcionan en el mundo. Isabel II sobrevoló las repúblicas y casi sin querer reforzó un estatus de alianzas que ha pervivido, demostrando que lo único que vale en el sostenimiento de las ideas y de los proyectos políticos y económicos es la inteligencia. Aquí tuvimos un rey, Juan Carlos I, que murió estatutariamente por culpa de la bragueta, que es una válvula de escape que debe ser discreta y que se atasca matando elefantes. Él prefirió las caricias de princesas falsas, en vez de tomar ejemplo de la prima Lilibeth, que no se dejaba acariciar por nadie y que mantuvo la dignidad de reina por setenta años honorables. El mundo está de luto por una mujer que enamoró a quienes la trataron de cerca porque –cuentan— que hasta sus secretarios caían rendidos a sus pies, sin ella mover un dedo. God save the queen.

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