El caso de Canarias puede llegar a ser paradigmático. La caída a plomo del turismo en los años crudos de la pandemia en 2020 y 2021 hacía albergar los peores augurios. Nadie iba a querer viajar y los estados emisores se las ingeniarían para que sus nacionales se quedaran a consumir en sus países. Reino Unido intentó en vano esto último.
Ha ocurrido todo lo contrario. Bastó que abrieran tímidamente la mano dando aliento a la idea de que el coronavirus se gripalizaba, liberaran las mascarillas y la distancia de seguridad quedara abolida, para que de inmediato se abriera la espita: la gente volvió a volar con total amnesia del bienio negro que habíamos sufrido en todo el planeta. Los ingleses y alemanes volvieron y Canarias comenzó a recuperar con la inercia de un imán el volumen de visitantes de los viejos tiempos. Hoy ya factura por este concepto ingresos superiores a 2019.
Debe de existir una explicación contrastada del fenómeno, una teoría o metáfora que la sustente, como existe el cisne negro para los sucesos de gran impacto que no son previstos con antelación o el rinoceronte gris (la pandemia), para hechos que aún habiendo sido pronosticados no se les prestó atención.
Es evidente que la pujanza del turismo y la inyección de fondos europeos y estatales extraordinarios han resucitado a la economía de las Islas con descensos de desempleo como no se registraban en más de una década y tasas de PIB impropios de una región que viene de soportar su mayor tragedia sanitaria, social y económica.
El mito del ave fénix es adecuado al caso de La Palma tras la erupción. El despegue turístico y económico regional se debe, en cambio, a una combinación de causas que se nos escapan. Porque se han sumado factores adyacentes que empeoran la situación, como la guerra en Ucrania, la consiguiente crisis energética y la desaforada inflación, condicionantes que no contribuyen a viajes y dispendios. Diríase que cada día nuestro modelo económico hace equilibrios sobre el alambre, confiando en golpes de suerte. La lógica barrunta malos tiempos, para Canarias y Europa. Una guerra que amenaza -ya sin ambages- con teñirse de nuclear; una economía que anuncia que viene una señora recesión; una inflación que eleva los tipos de interés por encima de las marcas de Bubka, y un clima político tenso próximo a estados de malestar social que pronto llegará a la calle no invitan a hacer planes de expansión turística y económica en el Archipiélago.
Cualquiera diría que no apetecería a priori viajar bajo una nube de bombas potenciales de Putin y Kim Jong-un, que nos salpican en la distancia por su proximidad mediática y nos desestabilizan por los riesgos que conlleva la actual escalada militar y dialéctica entre “no es un farol” del ruso y “el armagedón nuclear está más cerca que nunca” del yanqui. Pero, a la vista de este comportamiento felizmente anómalo del caso canario, no cabe hacer conjeturas ortodoxas, sino dejar que las cosas discurran como hasta ahora, bajo leyes de aparente incoherencia, pero efectos prodigiosos. Lo más parecido que se me ocurre a esta singularidad canaria de bonanza en la adversidad es la idea del oasis, que en medio del desierto abastece a viajeros y caravanas.