El ethos de la Administración Pública descansa, nada más y nada menos, que en esa trilogía que utiliza la Constitución para caracterizarla: servicio objetivo del interés general. En efecto, esa vocación de servicio objetivo al interés general que expresa la esencia de la Administración se proyecta no solo estructuralmente, sino también a través del trabajo que realizan las personas que laborar en su interior. De ahí que el apartado 12 de la Carta Iberoamericana de los derechos y deberes de los ciudadanos en relación con la Administración se refiera al principio de ética, “en cuya virtud todas las personas al servicio de la Administración pública deberán actuar con rectitud, lealtad y honestidad, promoviéndose la misión de servicio, la probidad, la honradez, la integridad, la imparcialidad, la buena fe, la confianza mutua, la solidaridad, la transparencia, la dedicación al trabajo en el marco de los más altos estándares profesionales, el respeto a los ciudadanos, la diligencia, la austeridad en el manejo de los fondos y recursos públicos, así como la primacía del interés general sobre el particular.” Hoy, en tiempos en los que el dinero, el poder y la notoriedad mueven los resortes de tantas personas, viene bien recordar el sentido del trabajo al servicio de la Administración pública, una de las tareas más nobles y dignas a las que puede dedicarse el ser humano.
Las ciencias sociales en este tiempo ofrecen muchos aspectos polémicos y desafiantes. Uno de ellos es, desde luego, la relación entre derecho y ética o, si se quiere, entre derecho y moral. Es un tema eterno del Derecho que solo podemos abordar, por razones obvias, con una reducida extensión. Baste en este momento recordar que a lo largo de la historia del pensamiento se han propuesto muchas teorías a favor de la separación, sea en función de la relevancia social, o del criterio de la interioridad o exterioridad, del binomio subjetividad-objetividad. Sin embargo, moral y derecho son dos dimensiones de la existencia práctica del hombre, del ser humano, dos maneras de entender y captar el sentido de la realidad que le rodea y de la suya propia. No son, por el contrario, dos tipos de normas. La moral orienta la conducta del hombre en función del sentido de la vida: por eso, toda acción humana acaba teniendo una dimensión moral y el derecho, quiera o no, se verá obligado a intervenir con frecuencia precisamente en aquellos aspectos que más repercuten sobre el sentido de la vida humana y de la realidad social. Ahora bien, el derecho no debe reducirse a una simple y mecánica aplicación de los criterios morales, sino que -el derecho- aspira a lograr un ámbito de convivencia social, armonizando sus pretensiones individuales con las de los demás. Eso sí, el derecho se caracteriza por ese mínimo ético que asegura el carácter central de la dignidad del hombre y que hace posible una vida auténticamente humana.
Ciertamente, ni la solución autoritaria -predeterminar la condición humana e imponer ese mínimo ético- ni la permisiva- no puede haber ese mínimo ético porque podría forzar la conciencia individual- son atinadas. Quizás, una vía válida pueda ser útil: si toda delimitación de lo jurídico implica una opción moral, esta ha de surgir del consenso intersubjetivo de los ciudadanos, pero no porque rechacemos la posibilidad de principios morales objetivos, sino porque descartamos su imposición autoritaria, como consecuencia de uno de ellos, del principal: la dignidad humana. En efecto, la dignidad humana tiene tal calibre, no solo filosófico o ético, sino jurídico, que se yergue omnipotente, todopoderosa y soberana frente a cualquier intento o embate del poder cualquiera que sea su naturaleza.