He tenido que llegar a esta edad para poder decir que me importa un huevo todo. Ni siquiera abro las cartas negras, sino que las tiro directamente a la papelera, imitando a mi amigo Paco Padrón, al que le caducaban las tarjetas de crédito que le mandaba el banco dentro del sobre. Yo estuve peloteando una letra de cambio con Paco durante años hasta que logré pagarla. Una vez casi tiramos abajo la puerta de Corredores de Comercio porque llegamos tarde y nadie nos abría. Treinta años después, sigo soñando con la jodida letra y con que el banco me llama para reclamarme un piquito que resta por abonar. Mi primer crédito lo pedí hace 39 años al Banco Santander; era de 500.000 pesetas y no firmé nada; en aquellos tiempos los bancos y sus clientes eran serios. Me acuerdo que mi amigo Eugenio Vera, a la sazón subdirector de la entidad, me dijo: “Tú tira de talón que yo me encargo”. Y se encargó y me lo fue cobrando sin yo enterarme. Qué tiempos. Han vuelto, porque hoy ni siquiera abro las cartas que me resultan sospechosas y mucho menos las de la Agencia Tributaria, porque sé que ninguna de ellas es para comunicarme que me devuelve algo, sino para castigarme con la crueldad de quien tiene la sartén por el mango. O sea, que a tomar por saco las cartas de Hacienda porque ojos que no ven, corazón que no siente; y porque el alma es inembargable, aunque quién sabe. Se ve que hoy es lunes porque me sigue sin gustar el país en el que vivo; o a lo mejor es que me va a criar la cuarta dosis que una amable señorita con gafas me suministró, detrás de un biombo, el otro día.