tribuna

Síndrome Patarroyo

He vuelto a estar con Patarroyo seis años después del último encuentro. Sus viajes a Canarias, cuando el mundo era un lugar previsible y no se nos pasaba por la cabeza lidiar algún día con la idea de una guerra nuclear como ahora con la anexión fraudulenta de una parte de Ucrania por parte de Putin, nos envolvían en escenarios hipotéticos de epidemias a causa de virus y enfermedades tropicales. ¡Cuánta razón tenían los augures que alertaban como Patarroyo de peligros inherentes a la invasión humana de territorios silvestres, que liberan virus de sus anfitriones naturales y exacerban enfermedades infecciosas! La pandemia ha resultado ser, a la postre, una especie de sucedáneo de una guerra nuclear de viejos virus y potencialmente nuevos que han terminado estallándonos en la cara con nuestra agresión invasora de espacios ambientalmente intocables bajo el equilibrio natural de los ecosistemas. Dimos un paso equivocado y perturbador como Putin en febrero de este año invadiendo Ucrania sin medir las consecuencias

Patarroyo me escuchó despotricar de los funestos y arbitrarios gendarmes disfrazados de estadistas que ponen ahora mismo en riesgo la vida de la fauna considerada inteligente para bochorno de las demás especies. Ahora ya no podemos pedirle al oráculo de la ciencia, que nos socorrió en la pandemia, que también nos saque las castañas del fuego de esta guerra. En cierta forma vi triste a Patarroyo esta vez, siendo el campeón de los eslóganes optimistas.

En el jardín del Mencey, donde lo saludé este miércoles, me contó de un tirón el último relámpago sufrido en su vida, que nunca nos deja indiferentes porque lleva más de medio siglo subido en una montaña rusa, del Amazonas a la Colombia insurgente cargando con el estigma de la celebridad como García Márquez en vida. Eran la pareja de colombianos universales y ese peso les costó caro a los dos.

A Manuel Elkin Patarroyo, cuatro veces candidato al Nobel (que ganó Gabo en 1982, hace 40 años) le han crecido los enanos desde que descubrió la primera vacuna contra la malaria en la década de los 80. Hay dos momentos en su trayectoria que marcaron su destino: cuando rechazó quedarse en los Estados Unidos en la élite de la ciencia y cuando donó a la humanidad su hallazgo para salvar millones de vidas sin que hiciera negocio la industria farmacéutica. Es inevitable abordar al personaje en su órbita legendaria. En Patarroyo hay mito para dar y tomar. Del porqué su vacuna originaria fue tan mal arropada por la OMS hace más de 30 años hasta desacreditarla y esconderla en una gaveta y el motivo de los continuos obstáculos para boicotear sus investigaciones cabe hacer toda clase de especulaciones. Quizá lo único cierto es que ser un cientifico de un pais sudamericano y no querer cuentas con el lobby farmacéutico condena al síndrome de Patarroyo, y con ese nombre se identificarán otros muchos como él antes y después. Santiago Ramón y Cajal le pidió a su universidad española que le pagara un viaje a un congreso en Berlín para dar a conocer sus avances sobre las sinapsis de las células nerviosas. Le fue denegado y recurrió a los ahorros familiares que su mujer reservaba para hacer frente a cualquier necesidad de su numerosa prole. Solo la constancia de aquel Quijote venció las reticencias institucionales de Europa hacia un modesto científico español que no tenía el ringorrango de ser alemán. Ganó el Nobel por extenuación, como lo ganará este colombiano indesmayable que tiene en su haber la llave de las futuras vacunas del mundo: el método sintético inédito con el que diseñó su primera versión, la SPf66, que tenía más de un 38% de eficacia, y la actual, ya lista para ensayar en humanos, que ronda el 80%. Este hombre, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica en 1994, está de vuelta de las miserias de la ciencia-establishment, donde tiene adversarios influyentes que le cierran las puertas, pero es el único investigador hispanohablante que ha ganado el prestigioso premio Robert Koch. Si hubiera aceptado quedarse en Estados Unidos, a su paso por la Universidad Rockefeller de Nueva York, en los años 70, hoy tendría el Nobel en el bolsillo y sus némesis influyentes, sus enemigos incondicionales, solo podrían negarle el nombre de una calle en su pueblo natal de Ataco, en Tolima, como a García Márquez le rechazaron apellidar Aracataca, el municipio en que nació, con el sobrenombre de Macondo, donde transcurre Cien años de soledad. En noviembre cumplirá 76 años, viene de superar otra vez la muerte, de pasarlas canutas en un hospital, de sentir que las losetas del suelo están rotas y que otros pisan alfombras poniéndolo a parir para que sus vacunas sigan en el congelador mientras cada año muere medio millón de niños de malaria, la mayoría en el África subsahariana.

A los amigos leales que le hacen justicia sin lisonjas, como el parasitólogo tinerfeño Basilio Valladares, les trae sin cuidado la cruzada de los antipatarroyos, que le quitaron las instalaciones y lo acusaron de maltratar a los monos en el laboratorio, aunque los tribunales lo exoneraran. Ahora -me contó en el café que tomamos en el Mencey- puede que cambien las tornas. La OMS promociona un fármaco con menos beneficios que la solución que él descubrió hace más de tres décadas. Si los planetas se alinean, y su vacuna actual culmina las pruebas pertinentes en humanos, en breve habría resultados concluyentes. Cajal tuvo que abrirse paso a empujones en el Congreso de Berlin para que los sabios allí reunidos aceptaran mirar a través de su microscopio el hallazgo de su vida. Lo hicieron, y a la vista de su insistencia, se rindieron ante la evidencia de lo que contemplaron y el mundo le puso una alfombra. Patarroyo ha cogido tres veces la COVID. Siendo inmunólogo, tiene más vidas que un gato y acaso le aguarde lo mejor que esté por ocurrirle todavía en el camino de losetas rotas que conduce a la gloria.

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