En noviembre de 2019 todavía no teníamos noticia del coronavirus ni de la guerra ni de esta polémica inaudita entre líderes de potencias sobre la idoneidad demencial de una guerra nuclear. Éramos felices e indocumentados, como acuñó García Márquez.
Aquel hombre que puso pie en la isla no era un turista de Oriente cualquiera. Se decía que en su país tomaban nota de los sitios que visitaba y seguían sus pasos miméticamente. Si el axioma se cumplía, esta vez teníamos motivos para tirar voladores. Su nación la habitan más de 1.400 millones de personas. No es moco de pavo.
En aquellos días no podíamos intuir que nuestro huésped, el presidente chino Xi Jinping, iba a tener, en breve, los focos del mundo sobre su cabeza al descubrirse en su país un virus que enfermaría a todo el planeta y paralizaría la economía. Conocimos lo que era cerrar los aeropuertos y el turismo cero. Nuestro gozo en un pozo. Habíamos tocado fondo.
No fueron días corrientes aquellos de noviembre del 19, ni, a ojos de hoy, pasa inadvertida la coincidencia entonces de Xi Jinping y Putin, juntos a la vez en la isla, de regreso de una cumbre de los BRICS en Brasil. El chino aterrizó y convirtió la escala técnica en una estancia casi providencial para cumplir el sueño asiático de ver el Teide, casi una consigna de emperador. El dirigente de poder omnímodo de la segunda potencia del mundo, va camino ahora, en el XX Congreso del Partido Comunista de China, de emular al mítico Mao Tse Tung (Mao Zedong), con un tercer mandato de cinco años, y todos los honores para librar con EE.UU. la batalla definitiva por el liderazgo global.
Aquella vez el ruso no se bajó del avión, fiel a su fama de misántropo desconfiado. Jinping iba a estar en boca de todos por el SARS-CoV-2. Y Putin, porque en febrero de este año invadió Ucrania y ha acabado amenazando mefistofélicamente a Occidente con la III Guerra Mundial, y la primera nuclear de la historia. Se ha ganado la animadversión.
La isla recibió a aquellos dos personajes con la inocente novelería de un caravasar de lujo. Todos los días no tenemos huéspedes de ese nivel. Putin había apoyado la instalación en el IAC del mayor telescopio ruso, un proyecto congelado. Y los chinos habían querido comprar el puerto de Santa Cruz. No teníamos cuentas pendientes con ellos. Y, a decir verdad, el chino (no así el ruso, esquinado y taciturno), era de los que caían bien. Me recordaba al afectuoso Gorbachov, de modales agradables pese a gobernar un país que parece infinito. La gran apuesta de Xi Jinping es la Nueva Ruta de la Seda, una red de infraestructuras por todo el mundo. ¿Cuánto vale Canarias? Nunca diremos a nadie el precio, pero es de esa clase de preguntas que hacen los chinos.
Que nadie se llame a engaño. Xi Jinping cambió la Constitución en 2018 para gobernar indefinidamente (su pensamiento será ahora incorporado a la Carta Magna) y Putin lo hizo en 2020. Ambos son autócratas.
Tres años después, todo ha dado un giro copernicano. Putin es el enemigo público número 1 de Europa y Occidente. Y la palabra guerra lo preside todo. No es un mundo para sueños, sino para pesadillas. Mirar atrás y repasar las páginas de este periódico en noviembre de 2019 informando de la excursión al Teide del presidente chino y su esposa, la excantante folclórica Peng Liyuan, nos recuerda que Xi Jinping le regaló a Pedro Martín un jarrón chino con relieve de hilo de laca dentro de una caja roja con una carta de paz del pueblo de China al de Tenerife. La palabra paz es la pareja vacante de este vals.