tribuna

El balón de oxígeno

Hoy el mundo se llama Catar como cada cuatro años asume el gentilicio de la sede del campeonato mundial de fútbol. Es la válvula de escape del globo que viene de padecer cambio climático y pandemia y se toma un paréntesis de pan y circo en medio de la guerra.

Pelé, poco después de colgar las botas, me dijo que en un hotel de concentración se encerraba un hombre que tenía vida propia. El futbolista como un combatiente distendido. Reclamaba el derecho de cohabitar con mujer en medio de la contienda como un soldado escribe una carta de amor en mitad de la batalla. De aquel encuentro de 12 horas con el brasileño legendario que ganó tres mundiales aprendí otra lección: del fútbol no se sale como se entra, se sufre de por vida una nostalgia postraumática que equivale a la de los dioses caídos. Cristiano Ronaldo se está yendo con ese síndrome puesto, con el mal humor de los pies que metieron goles. Messi se finge de indemne, tras ser deportado del Barça y es posible que gane el Mundial en una condición de héroe casi póstumo.

Catar es la guerra mundial del fútbol y su consiguiente armisticio cuatrienal. No es lo mismo un Mundial en tiempos de paz que en medio de una guerra como ahora bajo continuas amenazas de marca mayor. Los jugadores que se caen de ese árbol como hojas secas, Piqué y tantos otros, entran en lo que Valdano llamaba la averiguación paranormal de si hay vida después del fútbol, en que nadie te compra el billete de avión ni la comida del restaurante.

Un niño, el teguestero Pedri (según el streamer Luis Enrique, el jugador más bromista, “con mucha sorna y acento canarión”), es el retoño de esta generación que trata de emular la hazaña de España en 2010, en la Sudáfrica posmandela, un país que el periodista y escritor John Carlin retrató en El factor humano como la expresión de la conquista de la paz frente a la guerra a través de la copa del mundo de rugby. La metáfora es la misma, con una pelota esférica u ovalada. Mandela, que había pulido la palabra reconciliación en más de un cuarto de siglo de cárcel en cárcel desde que entró preso en Robben Island, aprovechó el Mundial de rugby de 1995 para unir al país que gobernaba, al borde de la guerra civil, en una épica que resumió en el eslogan Un equipo, un país, consciente de que los negros preferían el fútbol y los blancos afrikaners el rugby. Este deporte podía ser la llave del consenso en una nueva nación gobernada por los que habían sufrido el apartheid. Y el destino se alineó con su sueño llevando a Sudáfrica a la final que ganó frente a la todopoderosa Nueva Zelanda. Las escenas de Carlin y de Clint Eastwood (Invictus), que llevó la historia del libro al cine, son inspiradoras en este trance de conflagración europea, ya no africana. Pero no vayamos a invocar una solución futbolística a la guerra de Ucrania, porque sería perder el tiempo. Hagamos, simplemente, una pausa en la historia, como la tregua navideña de la Primera Guerra Mundial, en diciembre de 1914, en que los dos bandos silenciaron las armas para brindar juntos, los alemanes colocaron árboles iluminados en los parapetos de las trincheras frente a los franceses, intercambiaron regalos, enterraron a sus muertos y jugaron al fútbol. Después ya no querían volver a pelearse. El fútbol, siendo un lenguaje pedestre, es la inteligencia que toca con los dedos la tierra cuando el ser humano pierde la cabeza.

La solución diplomática sobre la crisis de los misiles caídos en Polonia (sea cierta la versión oficial de un accidente de la defensa antiaérea ucraniana o se esté encubriendo un error ruso para evitar males mayores) es un indicio de distensión tras nueve meses de combate. Si el teléfono rojo Washington-Moscú ha vuelto a funcionar, que sea para detener cuanto antes esta metástasis bélica, para que, cuando se baje el telón del Mundial, no nos encontremos exangües con Europa en recesión, como ya lo está Reino Unido, con África en una crisis alimentaria que no podrán mitigar ni mil toneladas de gofio canario y con el mundo en su conjunto sumido en múltiples adversidades sociales, económicas y políticas. Acaso todo esté patas arriba cuando alguien sea el último que patee la pelota en Catar.

Este Mundial se cata con la nariz tapada, como se tapan hasta los pies en el emirato las mujeres con abayas negras. No es el país de los derechos humanos, ni de la igualdad, ni de los homosexuales, ni de la democracia. Pero todo el planeta mirará desde hoy durante un mes hacia esta pequeña plataforma árabe petrolera, el territorio con mayor renta per cápita del mundo y una población parecida a la canaria que limpia con fútbol su mala fama de financiar el terrorismo. La expomundial de Catar se ha hecho levantando grandes estadios y hoteles a costa de vidas humanas que trabajaron a 50 grados en verano como en los imperios primitivos. El Mundial es reflejo del mundo en que vivimos. En la vecindad de Catar, Arabia Saudí es la finca de Mohammad bin Salman (MBS), el tenebroso hombre fuerte, heredero del trono, acusado de encargar el crimen del periodista opositor saudí Jamal Khashoggi, en 2018, en su consulado de Estambul. El primer ministro, ministro de Defensa, multicargos y rey en la sombra se ha adueñado del Newcastle United, de la Premier League. La serpiente enroscada tiene forma de balón.

El fútbol puede hacer milagros, pese a todo, incluso con taumaturgia y trampas como el célebre impostor Maradona que marcó aquel gol a los ingleses con la mano de Dios en el Mundial de México que ganó Argentina. O como en la mayor proeza histórica de los mundiales, cuando en 1950 se hizo con la copa ante el invencible Brasil un paisito, Uruguay, que es como decir Canarias en América, de hondas raíces isleñas y solo un millón más de habitantes que nosotros. Pero esta vez la mayor contribución del fútbol es la de poner los pies sobre la tierra en el momento justo en que 8.000 millones de habitantes del planeta, recién alcanzados, ven peligrar las mayores conquistas por la mala cabeza de los gobernantes. Si no están bien las cabezas de quienes dirigen el terreno de juego, que piensen los pies de quienes saltan al césped y que esta vez se juegue con un balón de oxígeno.

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