tribuna

Pablo Milanés, canto y desencanto

Una tarde de marzo de 1977 entramos con Pablo Milanés y Silvio Rodríguez en un centro juvenil de San Honorato, en La Laguna. Los jóvenes cantautores que ensayaban en el local vieron entrar a Dios multiplicado por dos. Pablo y Silvio, líderes de la Nueva Trova Cubana, gozaban ya de celebridad en los círculos musicales de Canarias y medio mundo. Ese año equidistante entre la dictadura y la democracia en España, con las primeras elecciones de la Transición tras la muerte de Franco, nos iba a cambiar la vida a todos. Para bien. Y la canción popular, como decía Celaya acerca de la poesía, era un arma cargada de futuro. Los geniales compositores e intérpretes cubanos habían abierto un camino de nuevos juglares como en España su más directa referencia, la nova cançó catalana, hija de Els Setze Jutges, cuyas radiaciones, como las Voces Ceibes gallegas inspiradas en Raimon, llegaron a Canarias.

Eran dos cantantes luminosos, con devoción literaria y una sensibilidad sincrética de alardes tradicionales y modernos, que brindaban un culto indisimulado al jazz, al bolero, a los folklores mestizos de Cuba y al filin que Pablo llevaba puesto de un modo indivisible de la cadencia particular de su voz. Se convirtieron muy pronto en paladines de una revolución musical que deslumbraba en todo el orbe hispanoamericano, con nuestras islas como una especie de parada y fonda de dos mundos familiares.

En San Honorato, mi hermano Martín y yo dábamos una vuelta con los jóvenes patriarcas de aquel movimiento musical tan seductor en un momento histórico. Era la Cuba mítica de Fidel, la de los artistas y escritores, la de la vieja y la nueva trova, la de Carlos Puebla y la de Pablo y Silvio, la de la Bodeguita del Medio y los mojitos y el Bar Floridita donde tomaba daiquiris Ernest Hemingway. La Cuba del Che y Camilo Cienfuegos. La de Lezama Lima y Carpentier. Martín había visitado a Nicolás Guillén en La Habana y le escuchó hablar con deleitación del pisano Tomás Morales. Don Nicolás profesaba, como el canario, el “verso sonoro” y los pupilos de la Nueva Trova cogieron ese guante.

En las Islas habíamos alumbrado la Nueva Canción Popular Canaria, que bebía en las fuentes de la Trova y las voces avezadas de esta tierra: Sabandeños, Taburiente y Caco Senante. Aún no había explotado Pedro Guerra, pero no tardó en hacerlo en uno de los barrios donde nos prodigábamos como una troupe.

Martín y yo habíamos conseguido amalgamar un batallón de noveles y curtidos cantantes con escopetarras, poetas y rapsodas de la cultura popular, que al cabo de los años transferimos al CCPC pasándole el testigo a César Rodríguez Placeres. Nos habíamos bregado con Pascual Arroyo y Alberto Delgado Prieto en la precursora Obra Social de la Caja de Ahorros y tejimos una red de grupos y cantautores de las islas que actuaban en las plazas y en festivales maratonianos como las 12 horas de canción popular que organizamos en Guía de Isora, con el boicot del cura, que hizo sonar las campanas hasta ser dispersados por la Guardia Civil. Aún vivía Franco y nuestro amigo Diego Talavera había promovido en Telde 24 horas musicales en tributo a Víctor Jara. El golpe de Pinochet a Allende, el 11 de septiembre del 73, fue un terremoto que se sintió en Canarias. Pablo compuso aquella canción: “Yo pisaré las calles nuevamente/ de lo que fue Santiago ensangrentada/ y en una hermosa plaza liberada/ me detendré a llorar por los ausentes”.

Pablo Milanés, que acaba de fallecer a los 79 años en Madrid, era feliz en Canarias hace 45 años, cuando actuó con Silvio y Caco en la Plaza de Toros y el Pérez Galdós, y volvió muchas veces, más de 40. En el pub O’Clock de la Rambla Pulido, donde al año siguiente íbamos a coincidir con los poetas de la canción argentina Hamlet Lima Quintana y Armando Tejada Gómez, Pablo y Silvio nos contaron los sueños de Cuba bajo el mantra antiimperialista que acusaba con el dedo al yanqui como único demonio oficial en el mundo. Cantaban con la metáfora en la boca como si fueran en verdad el hombre nuevo de la propaganda oficial comunista. Viajamos tantas veces a Cuba, que nos tildaban de castristas los franquistas hasta que Fraga cruzó el Rubicón y abrazó al Comandante en La Habana.

Cantar al amor como hizo Pablo, que vivía de sembrarlo y cosecharlo, le otorga un espacio inabarcable ahora que no está y su fantasma pasea por el Malecón cantando. Milanés, el hombre íntegro que penó en un campo de concentración en Camagüey, huyó y volvió a ser apresado, siempre dijo esta boca es mía. Su amor y desamor con el régimen le acompañó hasta la muerte en Madrid, pero sacó fuerzas de flaqueza para despedirse de su isla en junio pasado en un concierto en silla de ruedas con La Habana en masa apiñada en el Coliseo de la Ciudad Deportiva para oírle cantar por última vez “la vida no vale nada si no es para perecer por que otros puedan tener lo que uno disfruta y ama”, para corear con él “yo no te pido que me bajes una estrella azul, solo te pido que mi espacio llenes con tu luz”, y para llorar juntos “te amo, te amo, eternamente, Yolanda”, un himno amoroso culminante como El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez.

Pablo era un revolucionario desengañado afecto a Fidel de un modo patriótico y sentimental, pero no podía mirar para otra parte, y Silvio le reprochaba que ejercitara filigranas contra el régimen como hacía con la voz al cantar con registros imposibles. En la casa de Leo Brouwer, el director del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, comprendí definitivamente que Cuba y Canarias era islas de música. Podemos estar hechos los isleños de aire, de mar y de tierra, pero hay islas que somos de música. Pablo necesitaba estar en Cuba para vivir. También él estaba hecho del mismo material, parió más de 400 canciones, más de 40 discos y nunca se mordió la lengua, entre el canto y el desencanto.

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