tribuna

Y nos dieron las diez

En la canción, Sabina fue al último bar que vieron abierto; se tomó un cubata (al menos uno, que se sepa); se fueron los clientes, ella cerró y se besaron en cada farola, lo que quiere decir que no iban muy deprisa; se quitó la ropa y cantó todo su repertorio. Después les dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres, y desnudos al amanecer los encontró la luna. La pregunta es inmediata: ¿A qué hora acabó el concierto? Teniendo en cuenta que hay que recoger y todas esas cosas, lo del horario queda en entredicho, a menos que fuera en los tiempos del COVID y los bares cerraran pronto. En la vida real pasan cosas como estas y en un solo día caben faenas que tardaríamos en hacer una semana. Ya se sabe que el tiempo ontológico es diferente del psicológico, y que en las letras de las canciones lo podemos estirar como un chicle o hacerlo correr más rápido que Usain Bolt. Por ejemplo, en Ne me quitte pas, de Jacques Brel, no sabemos el que lleva arrinconado, echado como un perrito, suplicando que no lo dejen. Lo del perro es muy socorrido. El de La cumparsita se va harto de verlo abandonado en el cotorro. Los animales son un buen recurso para la melancolía, como el gato triste y azul de Roberto Carlos. En fin, que el mundo de la realidad, cuando se aproxima al de la ficción, se vuelve turbio y los relojes se disparatan, y algunos caminan hacia atrás, y hasta las mascotas se contagian de una soledad que terminan por no soportar. Volvamos a la canción de Sabina. Parece que fue ayer cuando todo ocurrió de repente, pero ya han pasado tres años. No sé si en los tres veranos siguientes han abierto alguna sucursal del banco Hispanoamericano. Para mí que todo sigue igual. Han pasado tantas cosas que ya no tengo tiempo de contabilizarlas. Una se sobrepone a la otra, como si estuviéramos ante una carrera de relevos. En el fondo es lo mismo de siempre: alargar al tiempo contando la historia de Sherezade, aplazando el abandono, como en cualquier verso de desamor, posponiendo el fracaso para que no descarrile el tren antes de llegar a la estación. En el fondo, el concierto de Sabina fue un matiné, de esos que se organizaban a media tarde para que pudieran ir las teenagers a pasar frío con sus minifaldas y sus piernas a medio hacer. A esto es a lo que hemos dado en llamar resistencia: unos ejercicios de estiramiento antes de emprender la prueba definitiva. Ahora se denomina incertidumbre, pero solo es porque no nos fijamos. Si prestáramos atención a las letras de Sabina, y no nos quedáramos con esa concatenación de imágenes que tan bien le sientan a la marginalidad, nos daríamos cuenta de que en realidad los conciertos no empiezan a la hora que deberían hacerlo, y que el público terminará por aburrirse del día de la marmota, a pesar de que se ilusione con amanecer desnudos a la luz de la luna, después de darles las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres. Yo soy de otra época, pero también pertenezco a la actual; por eso todavía me resulta familiar lo de “en los carteles han puesto un nombre que no se puede olvidar: Francisco Alegre y olé, Francisco Alegre y olá”. Como he vivido tanto sé que los carteles acaban anunciando otra cosa, como siempre pasa. Por eso dudo de a qué hora empiezan (o terminan) los conciertos de Sabina en un pueblo con mar con una barra americana a las afueras.

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