Fue la década peligrosa de Canarias (1975-1985) en que pasaron cosas de cierta gravedad que tuvieron eco internacional. En lo que nos concierne, debemos hablar de dos transiciones en esos años determinantes. La Transición específicamente canaria se produjo con el regreso de Cubillo a las Islas, como en el País Vasco se abrió paso la reconciliación con el cese de ETA en 2011.
El asentamiento en las Islas de una vida democrática sin sobresaltos no se ha contado en su integridad, con el apéndice independentista. La historia siempre está por escribir. Y apenas hay constancia en los anales oficiales de aquel conflicto transido de fricciones entre Canarias y Madrid entre 1975 y 1985, entre el inicio de sus emisiones radiofónicas desde Argel sobre las acciones de un grupo insurrecto impredecible como el MPAIAC, y el retorno del exilio a Tenerife de su fundador, el abogado independentista Antonio Cubillo, que falleció con 82 años en Santa Cruz hace ahora diez años.
En tan poco tiempo, su nombre ha pasado al olvido y los políticos españoles actuales se preguntaban en el Congreso de quién hablaba Ana Oramas en noviembre de 2020 cuando, de pronto, preguntó al Gobierno si tendrían que volver Cubillo y el MPAIAC para que se hiciera caso a Canarias.
El paso del tiempo suele ser un juez indulgente con los claroscuros de ciertas vidas polémicas. La de Cubillo es una de las trayectorias más conflagrativas del memorial canario. Con trazas del romántico Estévanez y el mito de El Corredera, desafió a las dos Españas, la de Franco y la de Suárez, y sin armas ni bagajes propiamente dichas, libró una batalla atípica en las ondas con la guasa de Pepe Monagas y el recurso de la picaresca, a riesgo de jugar con fuego, como sucedió. Con aquella parodia ocurrente, que bebía en las aguas de una época africana de revueltas y guerras de liberación, Cubillo construyó una épica neoguanche que convenció a la Organización para la Unidad Africana (OUA) y gozó de enorme predicamento mediático, causó estragos diplomáticos a España y cuando el Estado decidió eliminarle físicamente, logró sobrevivir para contarlo y fue indemnizado por sufrir un atentado de Estado.
Hace medio siglo, aquel abogado laboralista que promovió huelgas de lecheras y panaderos en mitad de la dictadura pisó la cárcel y se evadió en un barco a Marruecos para exiliarse en las grutas españolas de la clandestinidad europea, hasta afincarse en Argelia. Desde 1964, inició con el MPAIAC su peculiar reconquista de Canarias frente al mito godo de España, pero se hizo famoso cuando emprendió una rebelión en el aire, a través de la radio, en el 75, el año fronterizo del final de la dictadura.
Cubillo nunca tuvo un ejército y se inventaba las huestes imaginarias cuando lo entrevistaban periodistas antifranquistas de la talla de Eliseo Bayo en Interviú. En revistas como Triunfo ya escribíamos Martin Rivero y yo y le dábamos portadas a aquel ingenioso hidalgo en Argel, que retransmitía por la radio las peripecias de su guerra, como cuando Zelenski emitía en la calle sus propios vídeos de la invasión rusa.
Cubillo puso en jaque a España ante la OUA y amenazaba con hacerlo ante la ONU, en un periodo álgido de descolonizaciones en el mundo.
Llevó su narrativa a los foros africanos donde tenía amigos como Sekú Touré y Ben Bella. Se mudó a la Argelia recién emancipada, donde le apoyó Bumedian. Y la OUA puso al fuego el caldero de Canarias. Cada noche emitía La Voz de Canarias Libre, sin que Gobierno de Suárez acertara a contraprogramar su cantata del mencey loco de la colina en plena efervescencia sabandeña. Marcelino Oreja, el hacendoso ministro de Exteriores, se desgañitaba recitando la españolidad de las Islas en los estados africanos procubillistas. Pero llegó un momento en que el canario se les iba a escapar de la jaula. Fue cuando Cubillo se propuso viajar en secreto a Nueva York con Eteki, secretario general de la OUA, para hablar en un comité de la ONU, y el supercomisario Roberto Conesa dio órdenes expeditivas a José Luis Espinosa, infiltrado en las redes de Cubillo. En el Ministerio de la Gobernación se desesperaba el andreotiano Martin Villa. Actuaron las cloacas del Estado. Después Conesa murió de cáncer. En víspera de volar a EE.UU., el 5 de abril de 1978, Cubillo fue apuñalado en el zaguán de su casa, en la Avenida de Pekín, 14, una tarde de fútbl lluviosa, por dos mercenarios españoles que habían militado en el FRAP. Le salvó el fútbol: con las calles desiertas porque jugaba Argelia llegó raudo al hospital, pero jamas pudo librarse de las muletas. Era una suerte de héroe con heridas de guerra cuando regresó a Tenerife y Domingo Pérez Minik lo recibió con un abrazo en el Mencey. A los que estábamos allí la escena nos parecía surreal: el abrazo de Gaceta del Arte al dragón errante que volvía a la isla.
Si se hubiera abortado aquella operación, lo esperaba en el aeropuerto de Roma el siniestro espía alemán Werner Mauss, que tenía una particularidad: trabajaba en compañía de su esposa. Nunca hubiera llegado vivo a las oficinas del comité de los 24 para la descolonización de Naciones Unidas en la ciudad de los rascacielos, donde tenía concertada una audiencia para abordar el dossier canario.
Las bombas caseras de los acólitos de Cubillo parecían inofensivas hasta que costaron la vida a un policía artificiero y ocurrió el accidente de los jumbos en Los Rodeos, en marzo de 1977, el desastre aéreo con más víctimas, después de que estallara un artefacto mpayaco en Gando y se desviaran los vuelos a Tenerife. Cubillo pudo rehacer su vida como abogado en Santa Cruz en un país en democracia, con su fantasmas de las montañas del Atlas, las secuelas físicas del atentado y la sombra del accidente aéreo. Su retorno bajo la presidencia de Felipe González fue producto de un viaje a Argel de su buen amigo Alberto de Armas, que contó con la aquiescencia de Eligio Hernández y otros líderes del PSOE dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva. Aquella suerte de Transición canaria, también de feliz desenlace, ha sido borrada de la historia oficial española, al más puro estilo inglés, que cubre el fiasco de Nelson en Tenerife con un tupido velo hasta hoy.