En la época de más posibles me compré un piso muy bonito en la calle Almirante de Madrid, muy cerquita del Café Gijón. Pero ya el Gijón no era el Gijón que daba cobijo a generales, escritores, farsantes, estafadores y putas. Era otra cosa, en donde todavía quedaba una tertulia en la ventana, en la que yo podía ver a Álvaro de Luna, el Algarrobo en la serie Curro Jiménez, de éxito en Televisión Española. También pasaba por allí el actor Aleixandre, pero no me encontré nunca a los supervivientes de aquella época dorada de la poesía y la crónica. De cuando se decía, al ver entrar a don Antonio Buero Vallejo: “Ahí viene don Antonio Buero Vallejo, que en paz descanse”. El Gijón se remodeló después de la guerra y quedó así, pero el café abrió una tasca frente a mi piso de Almirante, que estaba en un palacete restaurado primorosamente y convertido en apartamentos de lujo. Era una gozada vivir en Madrid, una ciudad que a mí me entusiasma aunque hoy no la frecuente porque me ha dado por quedarme en casa y olvidarme de caminar. En Madrid si no caminas estás perdido, porque el guardia multón está al acecho y al acecho están todas las normas anti contaminantes que te impiden usar un viejo coche porque le pones la cara negra a la Cibeles. Tuve un gran amigo tertuliano del Gijón, el gran poeta Salvador Jiménez, que fue albacea literario de César González-Ruano y con el que viajé por el mundo gracias a su cargo de jefe de prensa de Iberia. Salvador era un amigo leal, un murciano afable y un genio con las palabras. Fue inolvidable un viaje con él y otros a Los Ángeles, una visita al Guernica de N.Y. cuando aún estaba en el MOMA y muchos más.