tribuna

La crisis de la verdad

El debate sobre lo que decidan la mayoría de jueces progresistas o conservadores en los tribunales es una demostración de la politización confesada de la justicia. Si se les supusiera la independencia que se le exige en una democracia moderna este problema no existiría y la gente tendría su confianza depositada en los tribunales y en las leyes como los auténticos garantes del sistema. Pero desgraciadamente no es así, y todos han perdido el pudor de disimularlo al pretender el control de el compromiso ideológico de los jueces, con lo cual, aquello que surja del legislativo será enjuiciado por las mismas mayorías que lo aprobaron, con la misma parcialidad con que se comportan aquellos que están sometidos a la disciplina de los partidos. No parece un buen diseño democrático. Pero, en fin, ya se sabe que existen tantas democracias como ideologías para interpretarlas. Ayer se escucharon algunas lindezas por parte de sus señorías, en cuanto a que el poder legislativo está por encima del judicial y acusaciones mutuas de golpismo. El problema es que el golpe de Estado lo dieran los jueces, que son los encargados de condenarlo. Lo peor es que a sus señorías no les da vergüenza decir estas cosas. Estoy leyendo el libro del que fuera director de El País, Antonio Caño, Digan la verdad.
Memorias de un periodista y apuntes de un oficio en periodo de extinción”, y encuentro muchas razones para afirmar que la verdad ha desaparecido de nuestro panorama, que su falta descarada se ha convertido en costumbre, y que esto provoca una alarmante falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones que antes respetaban. Aquí se ha instalado la mentira desde el momento en que se ha quebrantado el principio de que el poder que se obtiene de las urnas es un contrato que se celebra con los electores, y se puede romper de manera unilateral cuando convenga a una de las partes sin que la otra tenga derecho a protestar. Y afirmo esto porque esa mentira, de la que habla Antonio Caño, se ha extendido a la clase periodística que hace de correa de transmisión de los que mienten fraudulentamente hasta convertir el engaño en un hábito y una práctica común. Es tanta la desfachatez de los que se han acostumbrado a estos modos que son capaces de decir que en esto que escribo el que está mintiendo soy yo. Les aseguro que vivir en una situación de irracionalidad como esta es algo insoportable. Ya sé que me dirán que el periodista al que me estoy refiriendo es un facha, enemigo del progresismo.

El peligro es que esto mismo dicen de los jueces que no les dan la razón. Hace unos días el presidente Sánchez decía desde Barcelona que las iniciativas legales que iba a emprender eran arriesgadas. Pensé que estaba haciendo una valoración personal del asunto y confesaba que lo que estaba poniendo en riesgo eran sus intereses políticos, pero hoy, a la vista de lo ocurrido en el pleno de ayer en el parlamento, considero que lo que peligra es algo más que eso, que es el país y el sistema lo que está en juego. Nunca hasta ahora había visto tanta tensión ni poner en cuestión los principios fundamentales de nuestra democracia y nuestra Constitución.

Creo que digo la verdad, pero ya dudo de mí mismo y pienso que ese concepto se ha convertido en algo escurridizo, que carece de valor en los asuntos públicos. Se ha mentido tanto y se ha protegido tanto a la mentira que esta se ha convertido en un valor justificable. Lo cierto es que nunca creí que podíamos llegar tan lejos.

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