tribuna

Renovación

Por fin se ha renovado el Tribunal Constitucional. No sé si ha sido un efecto directo de la alusión del rey al deterioro de las instituciones. No está mal, aunque parece que algunos no han entendido el mensaje. Escribe Brunet en El País que esto hará posible la aprobación del algunas leyes progresistas, como si el progresismo, por sí solo, avalara el carácter constitucional de las normas. Esa superioridad política que sobrevuela por encima de todo lo demás a veces se hace insoportable. Los españoles no desean que los juzguen unos jueces progresistas o conservadores, solo quieren que lo hagan con neutralidad e independencia, pero estos supuestos no parecen estar de moda en una situación donde todo se presenta como una victoria de uno sobre el otro. El espíritu de la división permanece y nadie es capaz de disimular su alegría ante el hecho de que le supone a los tribunales una afinidad que no deberían ejercer. En fin, todo forma parte de la propaganda.

La propaganda es la demostración de que algo no se vende bien. Siempre se esconde un fraude cuando algo se anuncia exageradamente. Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces. Así que yo no confío mucho en descansar en el colchón donde duerme el Guapo, a la vista del bombardeo a que me somete la televisión cada día. La resolución del conflicto de los jueces debería ser motivo de alegría, si existiera la esperanza de que se habría instalado la normalidad y sus señorías aplicaran las leyes con independencia de sus vinculaciones partidarias; pero esto no parece ser así, a la vista de algunas declaraciones de los plumíferos de turno. De cualquier forma, por algo se empieza, y yo confío en el comportamiento deontológico, en la formación, en la profesionalidad y en el compromiso que sus señorías adoptaron en el momento del juramento de sus cargos. Este es el motivo por el que pienso que sobran alharacas y manifestaciones triunfalistas. Los españoles viviríamos más tranquilos sin la sospecha de que van a volver a hacer lo mismo, de que lo que los jueces han hecho hasta ahora ha sido boicotear la acción del Gobierno, de que van a empezar a ser imparciales, en el sentido de que la imparcialidad es un monopolio de una ideología determinada. No creo que los jueces vayan a desmontar el juicio del procés, ni consideren como traidores a los que condenaron a los responsables del 1-O, que luego fueron indultados. Los miembros de los tribunales deberán iniciar una campaña para recuperar la confianza perdida. Hacer cantos desde las columnas de opinión sobre que se ha allanado el terreno para el desarrollo de ciertas políticas es un mal augurio. No creo que sus señorías se sientan cómodas con estas declaraciones.

EL DISCURSO DEL REY

El discurso del rey fue corto y conciso. No hacía falta más. Se acabaron los tiempos en los que había que hacer contabilidad de lo que se había dejado en el tintero. La forma correcta de interpretarlo es que lo que no dijo era innecesario decirlo. Habrá analistas, a la antigua usanza, que le pedirán cuentas sobre sus omisiones, pero para mí son tan explícitas como las alusiones. Ignoro cuánto de Moncloa hay en el mensaje, pero, si se trataba de colmar la vanidad de alguien, como en la fábula de la zorra y el cuervo, utilizó dos figuras que llenan el regodeo de los triunfos para dejar satisfecho al personal: el éxito de la cumbre de la OTAN, con el deseado abrazo con Biden, y la presidencia rotativa de la UE, que se espera para el próximo año. En medio, todo lo demás. De Cataluña ni mu, aunque algunos crean que sus frases dedicadas a la convivencia van dirigidas a ese territorio. Lo del deterioro institucional, como todo lo que duele, parece que va dirigido al de enfrente, según la interpretación que hacen los protagonistas de esos desencuentros. Lo más importante, para mí, ha sido la reclamación para mantener vivo el espíritu de la Transición, con la corona y la jefatura del Estado incluidas.

No sé si acierto al decir que uno de los motivos de división de los españoles gira en torno al riesgo creciente de debilitar los principios que nos han llevado a culminar el proceso democrático en el que vivimos. Aquí no hace falta andar demasiado despierto para adivinar a quiénes se refiere, dónde están los que demuestran un escaso entusiasmo por mantener en pie un proceso que necesita de aportes dinámicos para no entrar en una situación de ruina. El rey Felipe ha sido claro, y le han sobrado minutos para serlo. Hace unos días, un pavo real arrogante se le coló en el AVE, nunca mejor dicho. Hoy, el ninguneado ha entrado por la puerta grande. Me recordó al papa Francisco cuando dijo aquello de “los monaguillos primero”. El rey vuelve a ser el que pintó Velázquez, al que Jonathan Brown llamaba el viejo rico; ese que no necesitaba subirse en caballos encabritados, enarbolando el cetro y dejando al viento una banda ostentosa. Así pintó al Conde Duque, un torpe inepto responsable de haber empezado a meter al país en la decadencia. Las pinacotecas ayudan a reproducir la historia, con todo el contenido intencionado que los pintores plasman en sus cuadros, y los caballos se han convertido en rápidos aviones.
El discurso de Felipe VI ha hecho el diseño de los oropeles, como de pasada, para luego lanzar tres bombazos dirigidos a helarnos el corazón si no le hacemos caso. Ha estado en más rey que nunca, porque, por fin, ha establecido la distancia que precisaban los poderes para que volviéramos a depositar la confianza en ellos, y distinguir que hay incertidumbres que pueden ser evitables, que no todo consiste en conformarse porque corren malos vientos. Tampoco me quiero extender mucho en mi comentario. Con lo que he dicho es suficiente para dejar las cosas claras. Tres pinceladas con la ayuda de Velázquez para hacer el retrato de la España de siempre.

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