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El hombre que fue jueves

La opinión más sensata -y acertada- sobre el problema catalán nos parece que sigue siendo la de Ortega y Gasset en su polémica con Manuel Azaña sobre el Estatuto de 1932, en el sentido de que es un problema que no tiene solución y es preciso aprender a convivir con él. En la actualidad asistimos -en diferido- al quinto intento de separación catalana desde 1640, intentos siempre coincidentes con momentos de debilidad extrema del poder del Estado y crisis económica. Como en ocasiones anteriores, los independentistas comenzaron con sacar a sus partidarios a la calle, y ya sabemos que sacar a las masas a la calle y manipular sus emociones puede ser fácil; lo difícil -imposible- es conseguir que vuelvan a sus casas y se olviden del asunto. Las tomas de la Bastilla siempre tienen consecuencias, sobre todo para sus instigadores. Pues bien, ahora la independencia de Cataluña se ha mezclado con un segundo objetivo, que es la destrucción de la Constitución, de la Transición y de lo que llaman el régimen del 78.

En unas pocas semanas Pedro Sánchez ha configurado una reforma sustancial del Código Penal que exonera o reduce considerablemente las penas de los independentistas catalanes condenados por los sucesos de hace unos años. Es el precio que Oriol Junqueras, Rufián y los demás han exigido, y que Sánchez paga gustosamente para seguir en La Moncloa. Se trata de una reforma a la carta que elimina el delito de sedición, que manipula el delito de malversación de caudales públicos hasta el límite de prácticamente despenalizarlo en algunos supuestos, y que crea unas pretendidas nuevas figuras delictivas sin contenido real. Esta reforma penal se ha unido a algunos cambios legislativos orientados a que el presidente del Gobierno pueda controlar el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial; es decir, se trata de una reforma penal a la carta que incluye un asalto a todas las instituciones públicas.

El problema es que con la independencia de Cataluña no se solucionaría el problema. Y no se solucionaría porque una Cataluña independiente defendería siempre como reivindicación incesante la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, perdidos por España en la Paz de los Pirineos, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente. Son lo que el nacionalismo denomina los Países Catalanes, es decir, el antiguo Reino de Aragón sin Aragón. Y no olvidemos que en ese reino Cataluña era nada más que el Condado de Barcelona, mientras Valencia y Baleares (Mallorca) constituían reinos diferenciados y unidos solo por la titularidad de un mismo monarca.

El Gobierno de Pedro Sánchez se ha trasmutado en un Gobierno compuesto por independentistas, y los independentistas se han transformado en gobernantes del Estado. El recuerdo de la obra de Chesterton cuyo título utilizamos se impone; una obra en la que un supuesto Consejo Mundial anarquista, cuyos miembros se denominan según los días de la semana, termina infiltrado -compuesto en exclusiva- por policías, en una estrategia que se basa en ser el enemigo, cuyos planes se conocen de antemano. Y no olvidemos que el título completo de la obra de Chesterton es El hombre que fue jueves. Una pesadilla.

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