tribuna

La distancia que no se ve

En mi época de responsable de información de la Junta de Canarias, hace ya 44 años, aprendí a distinguir entre conceptos tan elementales como opinión pública y opinión publicada, estado de opinión y opinión de Estado, y, sobre todo, a transmitir con la mayor limpieza posible los acuerdos políticos emanados de los organismos públicos, así como hacer llegar a los responsables el interés que estos provocaban en los medios de comunicación y en la ciudadanía. Elaboraba un barómetro en el que aparecían los centímetros que ocupaban las publicaciones en la prensa escrita y calibraba los minutos que les destinaban los audiovisuales. Con esto creía que disponía de un canal fluido para medir esa difícil relación que se produce entre el administrador y el administrado, tan importante en un sistema democrático.

Tengo la impresión de que estas técnicas hoy no servirían para nada, o al menos no serían fiables para establecer esa interconexión de forma inequívoca. Hoy están las redes sociales, una gran cantidad de medios digitales y un enorme ruido que distorsiona cualquier capacidad de entendimiento. Además, la radicalización de los mensajes políticos hace casi imposible separar el grano de la paja, distinguir entre lo objetivo y lo doctrinario, entre el interés general y lo ideológico, entre lo sectario y lo transparente. No quiero decir con esto que el tiempo pasado fue mejor; solo que fue diferente. No digo que no se tuviera que recurrir a la propaganda. La propaganda era necesaria para acreditar las nuevas instituciones que surgían del proceso de transición, pero esto era ayudado por el alto nivel de entusiasmo que producía lo nuevo. Aquel era un cambio aceptado con la unanimidad de lo ilusionante, hoy se barruntan cambios emanados de una división de la sociedad que solo conduce al enfrentamiento. Esa es la gran contradicción entre un tiempo de innovaciones y otro que pretende poner en marcha revisiones forzadas. He de reconocer que la polarización de los bloques ideológicos favorece esta situación de incertidumbre y de inestabilidad. También que el mundo está sufriendo un problema endémico, seguramente por la dificultad de adaptarse a algunos cambios necesarios para afrontar las soluciones que den respuesta a una sociedad diferente.

Hoy nos vemos de manera distinta, porque vamos dirigidos hacia un mundo distinto: un mundo que nada tendrá que ver con el que dejamos atrás. De lo que no estoy tan seguro es de que las llamadas ideologías progresistas o las conservadoras estén en disposición de dar las respuestas adecuadas a estas transformaciones. Más bien creo que no, y este sería uno de los principales puntos a revisar en nuestra carrera imparable hacia el futuro. Quizá es el pensamiento lo que está en crisis y deberá ser sustituido por otro que sea capaz de admitir las nuevas visiones de la realidad que nos exige el mundo en que vivimos. Pero el pensamiento, como todo lo que está sometido a un proceso de evolución, deberá asentarse sobre lo que deja atrás si quiere adaptarse al principio de continuidad que es común a todo proyecto vital. La ruptura, la revolución, siempre es traumática y actúa como los ríos que se desbordan para volver luego las aguas a sus cauces, después de haber provocado enormes destrozos. Siempre ha ocurrido así. No es imprescindible leer a Hannah Arendt para entenderlo. Estamos viviendo los estertores de lo antiguo, de lo que no nos sirve y se resiste a desaparecer. Repetimos modelos caducos pensando que el triunfo todavía consiste en su imposición definitiva, y en ese empeño fracasamos, porque actuamos como aquellos soldados romanos que se jugaban la capa de Jesús a los dados a los pies de la cruz, sin darse cuenta de que el futuro era otra cosa: la propia cruz. Un ejemplo de lo que digo está en el Congreso de Ciudadanos para ver quién se queda con los despojos de un proyecto fallido. En el resto del panorama político ocurre igual. Son trances inevitables que hay que pasar para desembocar en un mundo más seguro. Quizá alguien piense que estoy haciendo un distanciamiento para ver las cosas desde un prisma exterior, pero es la única forma que tengo para llegar a una conclusión que satisfaga a mi esperanza.

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