Libertad sin ira, guárdate tu miedo y tu ira. Porque hay libertad sin ira. Y si no la habido, sin duda la habrá. Había jóvenes en España que cantaban esto en 1977. Es cierto que otros muchos no lo hacían. Acudían a una Universidad donde la cal de las paredes no se veía, llenas de enormes carteles con el mensaje de la ruptura. Para muchos, la canción de Jarcha era la propaganda de una sociedad oficialmente manipulada hacia los cambios de la Transición que estaba asfixiando sus auténticos deseos revolucionarios. Eran una minoría y hoy lo siguen siendo, pero su presencia agria y violenta justificaba que la democracia estaba aflorando a nuestro país, en donde las voces de la discrepancia eran aceptadas como necesarias. Hoy, 46 años después, estamos en la misma situación y esta es la demostración de que las oportunidades de participación, interpretadas a la manera de cada uno, siguen estando vivas. Ayer fue abucheada la presidenta de la Comunidad de Madrid en la Facultad de Ciencias de la Información, que es donde estudió. Fue un acto normal dentro de un ambiente en donde se permite la libre expresión sin ambages. No hay que escandalizarse por ello. La única diferencia entre lo de antes y lo de ahora estriba en que hay una ira que se bendice desde ciertos sectores cercanos al poder y antes pertenecía exclusivamente al mundo de la marginalidad. Con esto no quiero decir que la marginalidad sea condenable; solo que antaño no gozaba de la posición de ventaja que ahora disfruta en los medios de comunicación. Hay artículos en El País que alaban las posiciones heroicas de los estudiantes díscolos, representados por la que tiene el mejor expediente, y hay políticos que se quejan de la excesiva protección prestada a la señora Ayuso por el ministro del Interior. Esto son novedades, indicadoras de que la balanza de la ira ha cambiado de lugar, pasando desde las cavernas del underground al privilegio de verse piropeada por la prensa progre y oficializada. Repito, y vaya por delante, que no me parece mal. Siempre pensé que, en política, cada cual elige la forma de manifestarse. Yo también sufrí escraches en 1979, cuando no se llamaban así, y los acepté pensando que se trataba de un estilo, de una manera muy sui generis de comunicar el mensaje a los simpatizantes. Tenían el carácter de minoritarios y lo siguen teniendo salvo que una coyuntura les haga resaltar más en su papel de estar cerca del cielo que pretendían conquistar. El problema consiste en que las características y modos de la marginalidad no se han perdido por el acercamiento al poder. Al contrario, parece que la protesta exagerada se intensifica para diferenciarse de la prudencia con que se debe ejercer las responsabilidades del Estado. Hace 44 años era igual y los electores los enviaron al ostracismo durante un largo periodo mientras el país se empeñaba en el compromiso de despegar para incorporarse al mundo occidental al que parecía que tanto ansiaba pertenecer. Esto pasaría sin pena ni gloria si no fuera porque despierta la ira en el sector contrario, animando a que los extremos se enzarcen en una lucha que a la mayoría de los españoles, los que todavía siguen pensando en que es necesaria la libertad sin ira, les trae sin cuidado. Ayer ha nacido una estrella, Elisa María Lozano, la estudiante de periodismo que, según los medios de la izquierda, plantó cara a Ayuso. La veremos en los platós de televisión. Hoy Marta Sanz le hace un panegírico comparándola con grandes mujeres como Chirbes, Ernoux, Lessing o Almudena Grandes. Bueno, no está mal. En cualquier caso no están entre mis escritoras favoritas.
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