por quÉ no me callo

No teníamos elección, ahora sí

En un año genuinamente electoral pueden pasar muchas cosas. Y como quiera que la política lo contamina todo hasta niveles de polución social altamente nocivos, cabe afirmar de antemano que 2023, un año atravesado por dos citas en las urnas a cara de perro, va a ser una etapa conflictiva más en nuestras vapuleadas vidas, un año pendenciero lleno de imposturas. No es la guerra en Europa la que altera nuestra convivencia y psique con un sesgo beligerante y barrial, sino las elecciones, la guerra en estado puro. No conozco otro trance de desquiciamiento colectivo semejante al que genera una convocatoria electoral (ya no digamos dos).

Solo se compara con la política el poder de ofuscación que reina en el fútbol, como vimos en Catar. En ambos casos lo consustancial es perder los papeles. Si la polémica sobre el Museo Rodin, que pasará a los anales de las trifulcas culturales de la Isla, no se hubiera abortado con la famosa carta de despedida de Amélie Simier, directora del centro parisino (“actualmente no se dan las condiciones para que la ciudad de Santa Cruz de Tenerife pueda albergar un proyecto museístico internacional”, dice la misiva y nadie se ha dado por aludido), estaríamos ante un clásico de las querellas políticas locales, máxime en tiempos electorales: el auditorio de Calatrava, El Tanque… y, extramuros de las Artes, el tranvía.

En Europa se discute, entre tanto, como es natural, de la guerra y su hipotenusa, la infame aniquilación total, ese asuntillo de poca monta. Nosotros nos contentamos con chapotear en los contenciosos de la aldea, y del muelle hacia afuera, Dios proveerá.

Lukashenko se reunió en Minsk con Putin, que le incita a que entre en la guerra, como hacía Hitler con Franco en un vagón de tren en Hendaya, hace más de 80 años, en la Segunda Guerra Mundial.

A 2022 se le puede achacar que reinó y no gobernó, se hizo el despistado y le deja los muertos a 2023. Fue un año de mucho pasteleo, de nadar y guardar la ropa, bordeó el apocalipsis de las armas innombrables sin que la sangre llegara al río, amansó la pandemia y a última hora se quitó de encima el enjambre chino de coronavirus. A lo tonto, se llevó a un papa (Benedicto), a un estadista (Gorbachov), a Pelé y a Javier Marías y una nómina considerable de plumas y artistas como el arquitecto Isozaki, premio Pritzker, que había estado en Tenerife en los años 90.

Lo que recoge en herencia 2023 es como esos testamentos amargos por el impuesto de sucesiones. No apetece gestionar la que se viene encima si arde Europa por la economía o por la guerra (o por las dos cosas a la vez), por la COVID de nuevo cuño o por cualquier otro rinoceronte gris que todo el mundo ve venir pero nadie mueve un dedo preventivo.

Después del brexit, ya nada está en su sitio. La izquierda emigró de Europa a América, que regresa a los años 70, cuando Allende llegó a La Moneda. Y Lula resucita en Brasil sobre las ruinas de Bolsonaro.

A España la sorprende el año electoral en ascuas, con la resaca del incidente insidioso entre el Tribunal Constitucional y las Cortes, y la sombra de la tentación de parar la democracia desde dentro cuando convenga a alguna de las partes. De tal modo que los hechos estrambóticos de 2022, como el autogolpe de juguete fallido del expresidente de Perú, y aquellas tensiones inéditas en España sobre la separación de poderes hayan coincidido por desgracia con la revuelta de los fantasmas golpistas en Alemania nada menos. De ahí que asistamos a unas elecciones violentadas como nunca entre bloques que se berrean a grito pelado en escaños y estrados, con la derecha y la izquierda como Rusia y Ucrania, el perro y el gato, o el dilema de las dos Españas de Machado y Ortega, metiendo baza Tejero y sus rescoldos, y Europa en un tris de irse al garete bajo otra odiosa recesión. Ya en la de 2008 se nos cayó como los palos del sombrajo el mito de la democracia ateniense. En las cenizas de la era de Isabel II en Inglaterra cayó en picado el prestigio de la democracia de la patria de Bertrand Russell, sumando al esperpéntico Boris Johnson la histriónica Liz Truss, defenestrada antes de que se marchitara una lechuga. Y desde que Trump pisó la moqueta de la Casa Blanca y dio alas al asalto del Capitolio (el viernes hizo dos años), la alcurnia de la democracia consolidada por Lincoln también se nos vino abajo. Como un libro de Pandora, una vez abierto, a aquel Capítulo I podría seguirle el Capitolio II, según teme la propia policía yanqui. Al republicano Kevin McCarthy le hicieron falta 15 votaciones para presidir la Cámara de Representantes. Esa democracia está herida.

Cuando los viejos dioses ya se han ido y aún no han llegado los nuevos, es un momento único en que el ciudadano está solo, como decía Flaubert. Ese es nuestro caso. En esta tesitura celebraremos en 2023 elecciones al cuadrado. Que Dios nos coja confesados.

Alguien busca al tuerto que nos miró, porque es inevitable descender a los maleficios. Uno muy célebre sostenía que el año que el Betis ganaba la Copa del Rey y el Liverpool llegaba a la final de la Champions, moría el papa. Bergoglio estaba con la mosca detrás de la oreja, porque esos planetas se alinearon el año pasado. Finalmente, resultó que no estaba en juego su integridad, sino la del otro papa en vida, Ratzinger, Benedicto XVI, que hizo bueno el anatema en 2022. Y con este bagaje enfilamos la nueva travesía a verlas venir.

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