tribuna

Ratzinger

Leo una descripción de Benedicto XVI muy acertada. Lo define como poseedor de una inteligencia agustiniana QUE a la vez se presenta como un humilde trabajador de la viña del Señor. Estas dos cuestiones siempre van necesariamente unidas, no son complementarias sino necesarias, no pueden existir la una sin la otra; de manera que lo frecuente es que la ausencia de una virtud implique la de la otra. No se puede ser soberbio y vanidoso y a la vez inteligente y sabio. Alguien podrá decir, desde ese revisionismo histórico tan frecuente para analizar los hechos desde la trivialidad fanatizada, que la inteligencia agustiniana no es más que una teología pasada de moda, que lo que se lleva en la filosofía es algo más moderno: Jean Paul Sartre, y cosas así, sin darse cuenta de la gigantesca figura de San Agustín en el pensamiento de todos los tiempos. En esto la ignorancia es muy atrevida y tiende a la descalificación de todo lo que no obedezca a los cánones limitados de sus ideologías. Creo que Ratzinger era un intelectual empeñado en recuperar el prestigio intelectual de la Iglesia. Está claro que en un ambiente donde triunfan populismos de todo tipo, donde las sociedades se rigen por los algoritmos fabricados para el marketing del consumo de lo vulgar, estos aspectos tienen poco valor. Es preferible salirse del decálogo que intentaba restaurar este papa, supuestamente agustiniano, y triunfar con la falsedad disfrazada de necesidad práctica para alcanzar el objetivo, en esa mala interpretación que siempre hacemos de Maquiavelo. Algunos mal intencionados pretenden emparentar su papado con los casos de pederastia, denostando su figura desde la afirmación de lo innecesario de la religión por considerarla un enemigo del pueblo, de ese pueblo revolucionario que siempre vuelve a lo de antes, como dice Hannah Arendt. Me entristece que alguien mida a la inteligencia, y a la consecuente prudencia y humildad que lleva consigo, como un equipaje de escaso mérito, porque de lo que se trata es de lucir las charreteras de los oropeles que brillan poco tiempo, hasta que su lustre queda pasmado por el descubrimiento de su inconsistencia. No vivimos un tiempo en el que el pensamiento pueda ser reconocido como un valor máximo; la mediocridad ha invadido al mundo asfixiando la posibilidad de las luces limpias que vengan a alumbrarlo. Nuestra estabilidad y nuestras vidas peligran en manos de ambiciosos, de desquiciados visionarios, de héroes de hojalata, de gente presumiendo de lo que no es, de un imperio de gusanos que intentan imponerse sobre los demás sin haberse librado de su desplazamiento rastrero. Por eso es raro este papa que se acaba de ir; alguien que fue capaz de renunciar cuando se dio cuenta de su incapacidad de vencer las barreras que se le ponían por delante. Pero yo creo que su gran lección y su gran ejemplo consistieron precisamente en eso, en que los que vinieran detrás fueran capaces de analizar su grandeza y colocaran de nuevo a la sabiduría y a la humildad a la cabeza de los principios que deben guiarnos si queremos avanzar en el sentido adecuado que nos marcan la existencia y la responsabilidad histórica. Se ha marchado un papa que intentó colocar el poder de la mente limpia por encima de la demagogia de las sandalias del pescador, haciendo de san Francisco dándole de comer en la mano al hermano lobo. De cualquier forma no confío demasiado en que haya muchos que entiendan esta lección, preferirán seguir reconociendo la guía de los falsos pastores que nunca nos ayudarán en ese arduo camino de la vida donde estamos comprometidos por descubrir lo que somos y por encontrarnos con nosotros mismos. Hasta eso lo delegamos en padres espirituales ajenos, que se aprovechan de nuestro desinterés y nos tocan el son engañoso para bailar en un carnaval de frivolidad insoportable. Ha muerto una inteligencia agustiniana revestida de humildad, a pesar de que para muchos lo ha hecho un alemán que representa lo obsoleto, sin darse cuenta de que los obsoletos son ellos.

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