tribuna

Indianos

Cuando yo era un niño pasaba los veranos en una finca del Socorro, propiedad de mis tíos. No había luz eléctrica ni agua corriente, y nos alumbrábamos con quinqués y sacábamos el agua de un aljibe. La vida del campo era sencilla y divertida. Así me lo parecía a mí cuando me levantaba temprano para ir a trabajar con los hijos del medianero. Seguramente era porque no sentía la obligación de hacerlo. Recuerdo la boda de la hija de un vecino que era el hombre más rico de por allí. Era dueño de muchas tierras y tenía una buena casa, pero el que tenía la fama no era él sino un indiano que había traído dinero de Cuba. Dinerito contante y sonante. Envió de regalo más de treinta tartas y estuvimos varios días liquidando las sobras de tantos postres. Del indiano se hablaba mucho, pero se le veía poco. Solo teníamos noticias de él por estas ostentaciones. Ahora me viene a la memoria viendo las calles de Santa Cruz de La Palma llenas de gente vestida de blanco tirándose polvos de talco. No eran tantos los que venían ricos de la emigración, sin embargo me encanta una fiesta donde todos se creen el tío Gilito por un día. Es una ilusión de carnaval, el tiempo señalado para conquistar por un instante aquello que querríamos ser. Después volvemos a la realidad y guardamos la ropa blanca en el arcón hasta el año siguiente. Hace mucho tiempo que Cuba dejó atrás su pasado de promesas para convertirse en un paraíso revolucionario. Disfrutan de la utopía de la igualdad ficticia, que según dicen, se mantiene debido al odio hacia sus vecinos del norte. Mal que bien, las sociedades van consolidando su personalidad en base a estereotipos que casi nunca responden a una imagen genérica que los represente a todos. Los Estados Unidos no son el condado de Yoknapatawpha, de William Faulkner, ni el Nueva York de Tiffany’s, de Truman Capote. El condado se parece más a mi recuerdo de la finca del Socorro, de cuando era niño, y la joyería de la 5th Avenue a un imposible solo permitido a algunos indianos que lo son por algo más de un día. No todo es como pensamos que es, y ahí está Faulkner para recordarnos que también existe el Mississippi y los mosquitos en el país de los rascacielos. Me consuelo pensando que el tren elevado de Nueva York y el funicular de las cataratas del Niágara fueron diseñados por ingenieros españoles: los señores Navarro y Torres Quevedo. En España tenemos otra forma de ver la vida y no le damos importancia a esas cosas. Eso no nos libra de padecer ese componente revolucionario, de una revolución donde se dan cita todos los convocantes del planeta. Hemos vivido tantos años con el odio a cuestas que ya lo consideramos como de la familia; como la crucecita que cargaba en sus hombros María de la O. A pesar de todo, siempre nos queda un resquicio para mirar con orgullo al pasado sin que se note demasiado. Dentro de unos días volveré a Madrid para ir a la exposición de mi hermano en la fundación Carlos de Amberes: otro refugio de nuestra historia vinculada con Europa. Presidido por el martirio de San Andrés, de Rubens. Me daré otra vuelta por el Prado y veré el contraste entre el viejo rico, representado por Felipe IV, y el indiano, por el Conde Duque haciéndole la cabriola a su caballo, mientras el infante Baltasar Carlos lo imita en pequeño. Velázquez era un genio para retratar la historia. A mi me gustaría tener un escenario como el de Faulkner para relatar sus cuentos, o el de Julio Cortázar, que hace entrar a los caballos de la pampa dentro de las casas; pero tengo a España: un conglomerado fabricado con un recuerdo de árabes y judíos, de romanos y cartagineses, de toreros, de gitanos, de pintores y de escritores que pretenden quitarse el complejo de no haber superado aquello que fueron sin acertar a descubrir lo que quieren ser de ahora en adelante. Pasearé por las calles de Madrid, igual que lo hago por las peatonalizadas de La Laguna y sentiré el aire de todos los que me precedieron en la construcción de este territorio que tanto me place sin saber por qué. Lo que nunca haré será verme como un indiano en la Gran Vía, y menos como una gaviota, que, dicho sea de paso, se han quedado parasitarias del estanque del Retiro.

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