tribuna

Los inmortales

Estos funerales del humor (en la víspera de la semana de los Carnavales de la calle) por la muerte de Manolo Vieira y de Hilda Siverio parecen enfatizar el sentido del duelo como la tónica general de un tiempo que pasa a todo galope despachando los días sin tregua de luto y condolencia. Tenemos la lección aprendida. Sabemos que este es un Carnaval en un mundo luctuoso de unos años a esta parte y no le damos más vueltas.

Sabemos que nos hemos quitado la mascarilla progresivamente, al tercer año de la pesadilla, antes de que las máscaras convencionales vuelvan a su escenario natural y se adueñen del espectáculo de la vida durante el periodo de hegemonía que le otorga el calendario; esta vez era casi una necesidad terapéutica verificar la llegada de la tan invocada normalidad.

Y esa paradoja es parte de lo que nos sucede a diario con los contrasentidos e incongruencias, la hilaridad difunta, la muerte del humor y los días de disfraz, este extraño sepelio de la risa y el luto de colores. Manolo Vieira nos ha dejado en estado de shock. Después del adiós de enero de Alexis Ravelo, la novela negra, se produce el adiós de febrero de Manolo Vieira, el humor. Se está yendo un muerto cada mes. Que pare el éxodo mensual, tanto adiós y despedida, y regresen los buenos días como antes de que cayera el telón y empezara el funesto 2020 y su racha.

Hilda Siverio era la eterna sonrisa. La amazona del cáncer. Icono mundial de esa larga batalla de la humanidad la han nombrado por su valor indómito y su humor hasta los extremos, donde la enfermedad no llega. Millones de velas se encendieron en las redes cuando murió esta semana la tinerfeña que dejó escrito en su cuenta de Instagram “¡No olviden sonreír! Yo lo haré desde el cielo”.

¿Tiene humor esta era o se nos está cayendo el mundo encima, como en Ucrania, en Turquía y Siria y hasta nos morimos de risa entre desgracia y desgracia con esa cataplexia de terremotos y guerras? Ahora los desastres son de máxima categoría, exponenciales, es la champions de las catástrofes y amenazas.

De un salto, hemos pasado a lidiar con pandemias y peligros de guerras mundiales, como si tal cosa. Ya podemos sentirnos héroes de nuestra tragedia, y ahora nos quitamos las máscaras como el guerrero se deshace de sus armaduras. Hemos cruzado el Rubicón y seguimos en pie.

Manolo Vieira era un superviviente de una infancia de chabola, de padre estragado que zurraba a las sombras cuando caía la noche y sembraba el terror en la casa, y un día se le plantó y le propuso, “ya no le pegas más a mamá, me pegas a mí, papá”. Quiso tanto al padre que le domó la ira con el humor incipiente subido a la silla de los pobres y haciendo reír a toda la familia a sus pies. Manolo era cómico como Zelenski, pudo ser presidente del Gobierno si se lo hubiera propuesto, dotado de una enorme popularidad, la mayor, sin duda, que haya podido tener nadie jamás en Canarias junto a César Manrique y otros pocos elegidos. De líderes de esa talla depende la idiosincrasia de cada pueblo, su carisma los teje.

El nuestro se acostumbró a vivir con Pepe Monagas en tiempos de América, cuando se cruzaba el charco a Venezuela, Cuba o Argentina con la maleta de Pedro Lezcano. Y con Manolo Vieira, cuando llegaron los turistas y ya no hizo falta emigrar. Ahora, Torres, que tras la salida del túnel, viaja por esa América que nos necesita tanto como nosotros a ella, envía pésames desde la otra orilla por la muerte del paisano que cerró el Chistera a los 73.

Nos estamos quedando huérfanos de nuestros héroes epónimos. Hay una sangría de gente que valía mucho y que nos determinaba el carácter, el estado de ánimo, cierto equilibrio emocional. Ibamos a ver a Manolo Vieira como si fuéramos a ver al médico. La última vez que lo vi actuar en el Guimerá, en octubre, con motivo de recibir el Premio Taburiente de la Fundación DIARIO DE AVISOS, estaba en medio de Darío López y Aarón Gómez, flaco y demacrado, y, sin embargo, el Manolo Vieira que iba a bordo de él seguía siendo el mismo de toda la vida, pesaba lo mismo, tenía la misma voz y la gracia proverbial del camarero del JR que saltó al escenario, 40 años atrás, para presentar a un arpista y debutar en un oficio que le estaba esperando.

Ahora nos hemos quedado sin ese médico de cabecera. En mitad del Carnaval de los fantasmas que se poblará de manolovieiras del brazo de Alexis, el de Ravelo, y su Alexis mataperros de buen corazón . ¡Qué dos piezas se han ido casi juntos! ¡Y ahora qué!

Cuando una noche de 2007 me cogió el terremoto de Perú, siempre recuerdo los primeros delirios de la gente que gritaba agitando las manos, “¡es el fin del mundo!” Pero lo único cierto es que el fin nos acompaña desde el principio. Estos días sin tregua, los 20.000 muertos de los seísmos al sur de Ankara y el norte de Alepo que me trajeron a la memoria los remezones de Ica tras el terremoto de 8 de magnitud en la escala de Richter y las víctimas consecutivas de la guerra que homenajeaban ayer en el Auditorio los músicos de la Sinfónica de Kiev, son las primeras señales de vida de 2023. Principio y fin. Ha muerto este viernes Carlos Saura, nonagenario, de manera que el cine tiene motivos para llevar la pantalla a negro. Saura era casi un siglo de cine todo él. No está empezando bien la historia de este año, con tantos decesos eminentes. Acaso, esta vez sí, lo que mal empieza bien acaba.

En París lucía este jueves Mario Vargas Llosa su casaca verde de la Academia Francesa, su l’habit vert, con bordados de ramas de olivo, rodeado de los hijos y de Patricia Llosa, su exmujer. Me alegré mucho por el novelista indemne de 86 años y por mis parientes peruanos y por Antonio Álvarez de la Rosa en Málaga y todos los fans de Flaubert. El mismo hábito verde de Vargas Llosa que simboliza a los inmortales de la Academia que fundara Richelieu lo llevan también puesto Vieira, Ravelo, Hilda y Saura, idos a la misma hora cuando llegaba un año que todavía no ha dicho la última palabra.

Yo tengo una propuesta que no menciono por una superstición positiva. Quiero tanto que sea la que pienso la palabra que defina finalmente este año (como una sinfonía de la Orquesta de Kiev), que me la guardo a conciencia como quien lleva una piedra de la suerte en el bolsillo y la acaricia constantemente, sí, me la callo como el Carmelo de Vieira, que era socarrón.

TE PUEDE INTERESAR