decalcomanÍa 158

Nueva York

No he estado en Nueva York. No sé si alcanzaré a verla. Espero que sí. Dios dispone. Por el momento mi Nueva York es Imagine de John Lennon y My way de Frank Sinatra. Así es. Hace años surgió la oportunidad de ir al MoMA pero me quedé en tierra. Fruncí el ceño, baby. Por eso, si alguna vez vuelo a Nueva York visitaré el inspirador MoMA. Asignatura pendiente. Y patearé las calles, curiosearé escaparates y en tiendas, mercados, rastrillos y librerías perderé tiempo.

En ciudades extrañas camino, viajo en transporte público, pedaleo en bicicleta a rebufo de tubos de escape. También, en los andares, tarareo canciones. En este caso, en Nueva York quiero decir, entonaría Moon River. Luego cogería un taxi amarillo hacia Tiffany’s. Y comería un callejero perrito caliente. Además, si tercia, canturrearé de noche sobre el asfalto de Manhattan gratamente atado a los auriculares compartidos de Gretta y Dan (Begin Again, 2013). Antes habremos bebido un martini seco (o dos) o un yintónic (o dos) en un pub con saxo en vivo. Otro día moveremos los pies en Broadway. Otro día cerraremos ojos aliados en el Metropolitan Opera House. Quizás con La Traviata. Pelos de punta. Otro día temblaremos en el Madison. Ojalá con Hans Zimmer o With or without you.

Escribo y en el diario no está la Estatua de la Libertad, la madonna americana, dice una anciana siciliana en El Padrino II. Sí la veré de lejos. Me marcó de niño con Charlton Heston en la playa prohibida de los simios. Flash back. La grabé para la eternidad. Suficiente. Caló en el alma como si la tocase desde la cubierta de un transatlántico hacia la isla de Ellis. 

Prosa y poesía. Realidad y vida a través de chifladuras que se componen en versos libres. Solo de esta forma se entiende que los sueños en el Gigante del Norte se materialicen por un puñado de dólares. No hay cordura ni puntos centrados sobre las i. Alboroto. El rodeo exige alientos que en cero coma dan miedo. Después, las riendas doman la ansiedad y la incertidumbre sin tomarse las lágrimas demasiado en serio. Frágiles. Nueva York es sorprender a la inercia, aprovechar oportunidades, adaptarse, descorchar un champán Taittinger y brindar con vasos turquesas en los asientos de un utilitario azul metálico. Vistas al atardecer, langostinos, salsa rosa, chocolate y fresas. Querencias. Sugerente cuadro pop de Andy Warhol frente al orden sin vértigo, sin arrebatos, sin reinvenciones. Amar, reír, llorar, imaginar a tu manera. Regalar sin olfato un perfume exitoso. Creer sin recelos. Ey, polvo somos, incluso en el glamur de la lencería fina. 

Jornadas para el ocio. Y entre coles y lechugas, palabras, letras, fotografías y demás impresiones de una dama gris que cuenta historias libres. Por la mañana, todas las mañanas, me abrigaré con sus páginas de prensa. Seis columnas con miles de caracteres ordenados en la lógica del mensaje. Deber informativo con servidumbres de paso aunque editorialice The New York Times, forja de una nación gracias al incansable servicio de plumillas sumergidos en la tinta de infinitos acontecimientos y vanidosas vanidades. Rosebud. Larga vida al papel que escupe veloz la rugiente rotativa. Y a tantos papeles encuadernados, refugios queridos de renglones imperecederos y portadas que son obras de arte. Fascinante la revista The New Yorker.

Raíces, rascacielos, golpes, glorias, miserias, diablos que visten de Prada en una pasarela que nunca duerme. Hogueras en callejones y pantallas led en avenidas que brillan y calientan secuencias vitales en la Gran Manzana agusanada y encantada de sí misma. Guerrilla urbana, sirenas, danzas tribales en medio de alcantarillas humeantes y apoteosis de muertes y nuevos pálpitos. Multitud frenética, soledad tras puertas, ventanas y vacío. Suite orquestal de Morricone. Érase una vez en América. Y un carnaval.


María Luisa Hodgson

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