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El indio, el paquistaní y el gufo

En los tiempos del No-Do, bueno, o casi, un amigo abogado y yo fuimos a comprar una cámara de video a un indio, en un pequeño centro comercial de Las Américas. Este amigo es famoso por sus ventosidades, insoportables para el público en general. Y, en plena operación de compraventa, le sobrevino un gas tan perfumado que ni en las tardes soleadas del más caluroso Maracaibo. Como yo entonces estaba más bien gordo, y en estas ocasiones el gordo siempre es el sospechoso, el indio miró para mí, suspendió la operación de compraventa y salió huyendo del establecimiento. Para que un indio abandone su negocio, las causas siempre tienen que ser muy graves. En esto que entró, a lo mismo, una pareja de godos que al respirar aire tan insano exclamó, al unísono: “¡Joder, qué mal huele aquí!”, e igualmente abandonó el lugar. Yo me quedé, puesto que, injustamente, había recibido un veredicto de culpabilidad, por las razones ya expuestas, y de perdidos, al río; y el otro, el verdadero culpable, siguió al indio, como para exculparse y dejarme a mí por jediondo. El olor, penetrante, insufrible, tardó algunos minutos en disiparse y el indio se cabreó tanto que no nos quiso vender la cámara. En otra ocasión tomé un taxi en Nueva York, conducido por un paquistaní, que se estaba comiendo, mientras manejaba, un bocadillo de algo asqueroso. En un momento dado, el tipo se gufió y casi me tumba redondo en el sillón de atrás. “Yo te las cobro, hijo de puta”, dije en español para que no me entendiera. Y desde Broadway a China Town, a donde me dirigía, recuperé ingestas intestinales y le respondí con tolas las fuerzas que pude, antes de bajar del taxi. De reojo vi al del turbante tirando el bocata.

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