tribuna

José Luis Fajardo, en la Carlos de Amberes

La Fundación Carlos de Amberes existe en Madrid desde 1594. En 1998 comienza su actividad como institución cultural. En la actualidad la gobierna un patronato presidido por Miguel Ángel Aguilar, del que forman parte, entre otros, el rey Felipe VI, el ministro de Cultura, la presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid y los embajadores de varios países europeos. Está ubicada en un edificio de la calle Claudio Coello, y, en su interior, alberga al inmenso cuadro El martirio de San Andrés, de Rubens. En este ambiente se desarrolla estos días una exposición del pintor José Luis Fajardo, que hace más de diez años no exponía en la ciudad. La apertura fue el pasado 9 de marzo y estará hasta el 31. Podría hacer la reseña de un acto social al que acudieron más de 300 personas, representantes de la vida cultural, política y periodística de este país, pero entonces me saldría una crónica que se alejaría de la intención de este comentario, que pretende ajustarse al concepto superior del arte. No se me va de la cabeza lo que escribió Ortega sobre el perjuicio que han causado a la creación artística los intentos continuados de abaratarla y multiplicarla. Lo afirmaba en 1925 y hoy podemos decir que la cosa va a más. Esta exposición de José Luis Fajardo puede considerarse un reencuentro con aquello que considerábamos perdido, una vuelta al camino que señalaba Eugenio D’Ors cuando hablaba del sometimiento del arte a determinados eones culturales de los que nunca debería separarse. Ortega habla de la gente sin talento y yo amplío el campo a la invasión incontenible de la mediocridad. En este ámbito de contaminación, donde se encuentra inmersa tanto la producción como la promoción, se explica que las muestras de pintores como el que nos ocupa sean dosificadas en el tiempo, al menos para no ser incluidas en el mundo de la vulgaridad insistente de las modas. La sala central de la Fundación tiene el aspecto de una antigua capilla presidida por el cuadro de Rubens. Los cuadros de José Luis que se cuelgan al lado no desdicen de esa herencia de la pintura que siempre ha estado anclada en el concepto de no dejar de ser tradicional para no incurrir en el plagio. El arte no es una lucha permanente por la originalidad, por la instalación de lo diferente, por exponer lo nunca visto; al contrario, debe obligarse a acreditar su parentesco con lo sublime que ya fue acreditado en otro tiempo y con otros estilos. Esto lo saben hacer muy pocos. Ni siquiera las academias lo logran transmitir a sus alumnos. Los pintores de verdad se pasan la vida en los museos tratando de no romper el cordón umbilical que los liga a las creaciones sublimes del arte. José Luis va cada semana. Picasso, según don Eugenio D’Ors era uno de los que había acertado al dar un mensaje actual de lo tradicional. En la pintura es más una cuestión de actitud que de técnica. Quizá por eso no me sorprendí al ver un cuadro suyo colgado entre los Grecos del Museo del Prado, como tampoco lo hago contemplando a este san Andrés, de Rubens, escoltado por dos obras de José Luis Fajardo. Hace unos días volví al Prado y me di cuenta de que tropezarse con Velázquez o con Goya siempre es una experiencia diferente. He hecho decenas de visitas y siempre me ocurre lo mismo. José Luis hace un compendio de su obra, lo que yo llamo un viaje de la pintura, desembocando en el pintor aragonés. Quizá tienen en común el sentirse vigilados por monstruos ucrónicos, pero este es un recurso intelectual para representar una época convulsa. La pintura es un mensaje que nos une en un lenguaje único. Traspasa todas las dificultades de identificación fonética y construye una gramática que es capaz de ser entendida por todos. Por eso el arte es universal, y más lo será en tanto que responda a esa exigencia global de comprensión. Hacerlo familiar es poder colgar una pintura de José Luis al lado de un Rubens y que sean capaces de decirnos lo mismo.

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