después del paréntesis

La historia

Uno llega a la estación central, en tren, desde Milano, por ejemplo, y descubres la ciudad que descubres: el revés del resto del mundo: los edificios históricos alongados al extremo del poder y de la maravilla, un duomo (Santa María del Fiore) que la razón no logra ajustar o los espacios públicos tocados por sublimes esculturas que se ofrecen como símbolos… Y ahí reconoces que el tiempo se conduce por el doble: una herida al suelo labrada por los hombres que fundaron en soberbia el Renacimiento desde sus bases y la consecuencia por satisfacción. Distingues que el transcurso ha hecho intenso el suceso, la grandeza con la que se prodigaron algunos genios en su momento para adecuar la más sublime modernidad, la primera, de Occidente. Por eso te tropiezas con los Médici y lo que los Médici fundaron. Desde el lugar donde asentaron el descomunal Palacio Viejo, en la Plaza de la Señoría, que transformaron y expusieron por su rigor, hasta la construcción del Palacio Nuevo en el centro, una de las obras civiles más preclaras de la civilización. Recorres las huellas de lo que el arte de esa época significó, la sublime Uffizi, en la que cuelgan cuadros divinos de Giotto, las Venus de Botticelli, la encarnación sublime del retrato renacentista, el divino Baco de Caravaggio, el prodigio (tres obras) de Da Vinci o la colección más prodigiosa de arte romano de este mundo. Y alternas la confusión por el objeto más inefable que se ha construido en este astro y por su mandato: el sublime Davide del impar Michelangelo. Nombre y familia que tensaron hasta lo decisivo a los mortales y a todas las argucias de los nacidos. Eso no es solo conjetural y sorprendente, eso es sentencioso. Por eso allí has de desplazarte por las sombras. Y encuentras. En la basílica de San Lorenzo Mayor, en la que ellos como poderosos intervinieron, observas las florituras del sarcófago del grande Cosme de Médici; visitas y te comprometes con los 460 escalones de la Santa María del Fiore hasta llegar a la cúspide para ver no solo su forjado y filigrana, en mármol blanco y verde, sino lo que se resiste a sus pies. Y como ese apósito del juicio se abisma en lo que la fundó, accedes hasta sus cimientos, a los restos de la iglesia de Santa Reparata. En ese lugar te atrapa y tocas el hálito del fundador, el primer banquero que fue, el que tasó los signos de la dinastía, el proverbial Giovanni di Bicci de Médici. Son solo piedras, se dirá; cierto, pero las piedras hablan: Firenze.

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